sábado, 14 de agosto de 2010

Entre Sodoma y Nueva York

Desde hace tiempo unos se decantan por una actitud negativa hacia la vida en la ciudad y otros alaban las ventajas de vivir en la metrópoli o por lo menos cerca de ella. Es decir, en lo que ahora se llama pueblos del cinturón, como si la ciudad fuera una señora gorda que entre todos sujetamos.

Hay gente que vive a escasos diez kilómetros del centro y el transporte urbano tarda cuarenta y cinco minutos en llegar porque tiene que hacer la ruta por el cinturón del cinturón. Por las mañanas para ir a trabajar, aparte de los cuellos de botella con colas kilométricas, encontramos una autovía que se nos ha quedado pequeña y no nos hemos dado ni cuenta. A punto de cortarte las venas y ponerlo todo perdido llegas, ya dentro de la ciudad, a calles en las que la gente ha circulado durante dos siglos y medio en una dirección y ahora vas del revés, en otras calles, en cambio, te metes y miras a un lado y a otro escamado por esa tensa calma y esperas una emboscada de municipales o de alguna autoridad y lo que probablemente pase es que tienes tres o cuatro cámaras en el cogote para que no te quiten la multa ni con agua caliente. Ponte guapo que salimos en la foto.

Las pocas ventajas de vivir en la ciudad es que abarca los lugares de trabajo, o de paso, de casi todo el mundo, los hospitales de casi todo el mundo y casi todos duermen fuera de la ciudad. La gente necesita vivir cerca de la gente, necesita el bullicio de la capital, lo que algunos pueblos afortunada o desgraciadamente no tienen y son prácticamente grupos de casas en los que la gente duerme y se desplaza para vivir en la urbe. Es decir el pueblo dormitorio. Esto no es una costumbre, es la forma de vida de algunos pueblos del cinturón, sobre todo los que carecen de la vida que dan los comercios. Por supuesto no pasa en los más alejados de la metrópoli, aunque habría dos tipos de pueblos: los que son grandes en los que la gente encuentra de todo como en la ciudad y no superan los cincuenta mil habitantes y los que todavía conservan una vida rural, aunque sin envidiar en nada los medios y las comodidades de la sociedad urbana. Aquí encontramos la paz, la serenidad y el aire más puro, ternuras bucólicas aparte. Nunca comprendí el tonillo despectivo con la que algún pedante de capital califica a los que vienen de algún pueblo o ciudad más pequeña diciendo “…es que es de provincias”.

Quiero decir antes de que lo olvide que la preocupación por el medio ambiente en las ciudades es creciente y en sociedades como la nuestra, necesaria. Sin embargo las naciones se reúnen para firmar un tratado en Kyoto, en Copenhague o en Villaconejos de arriba pero unos dicen que firman y hacen lo que les da la gana y otros ni firman. Intentan salvar la tierra de los desastres ecológicos que producimos con residuos, centrales nucleares, incendios y mareas negras, pero resulta que la mierda de los países es tanta, que ya no saben donde meterla la entierran bajo el mar, el agujero de ozono creciendo o como hacen los franceses que alquilan un secano de Córdoba y nos comemos aquí sus residuos nucleares.

Yo ya no sé si vivir en la ciudad es óbice (como dice Juan José Millás ¿qué diablos será óbice?) para un repunte de enfermedades tan urbanas como el stress o de índole mental sobrevenidas como paranoias y locuras varias. Incluso el índice de suicidios es mayor que en sociedades más pequeñas. En palabras de algunos sociólogos partidarios de la vida rural, la mayoría de las ciudades son zoológicos humanos. Sin extrañarnos de nada, damos un paseo por alguna urbe de hoy en día (fuera de nuestro país, gracias al Altísimo), y podremos ver ejemplares que se presentan en un instituto o en un colegio, se lian a tiros y muere hasta el apuntador. Esto al otro lado del charco, porque aquí tenemos, quitando el terrorismo de los valientes gudaris, la marca “España profunda” de la que han salido asesinos o violadores de ascensor y portal -que por cierto nunca pagan bien lo que han hecho, con el dichoso tercer grado- hasta lo que pasó en Puerto Urraco por poner un ejemplo gráfico.

En las bíblicas Sodoma y Gomorra que han sido la bandera de la perversión y el vicio de toda la vida, o al menos eso es lo que dicen los curas, es probable que se viviera mejor que en nuestras urbes de hoy en día y la gente fuese todo el día en plan sibarita, rascándose la bisectriz todo el rato y en plan Pepe llena que nos vamos, pero por lo visto fueron unos incomprendidos y aquello acabó como el rosario de la aurora. En ciudades como Nueva York, que ostenta el título de capital del mundo y paradigma de la modernidad multimedia, multicultural, multirracial y multitodo de hoy en día, la gente vive con demasiada prisa y se empana la cabeza de preocupaciones esclavizados por el reloj. No solo en NY hay demasiado stress. Imaginen un ascensor averiado entre la planta ochenta y ochenta y uno. Tampoco tienen un aire para respirar muy limpio que digamos. También mis condolencias a los que tienen que vivir en el queso Gruyére que es Madrid con las obras, las vallas, los socavones, los ruidos y los atascos. Me da paúra como dicen los italianos.

No sé si en Sodoma pagaban mucho con el recibo del IBI o si la autovía hacia Gomorra se les quedó pequeña y no sé si en Nueva York tienen muchos badenes por las calles –imaginen esa 5ª avenida con el cartel de bandas sonoras- pero entre Sodoma y Nueva York, me quedo justo entremedias, aunque les envidie Central Park.


                                                                                                               José Miguel Casado García ©