A la hora de buscar
objetos perdidos dentro de casa hay que estar preparado para lo que sea. Sin
caer en una desesperación cercana a la búsqueda de un niño en una
tempestad, hay que estar preparado para
perder según qué cosas, ya que solemos liar una zapatiesta que ni una
expedición decimonónica a Egipto. El sufrimiento varía según lo que perdamos en
una escala que va de angustia mala malísima a zozobra maníaco depresiva. Del 1
al 10 claro. Por ejemplo si no encontramos la cartera con los carnets, las
llaves del coche o un billete de 50 euros que creíamos tener, la angustia es de
las gordas. El proceso mental para recuperar lo perdido consiste en sentarnos
con los ojos entreabiertos mirando al horizonte y hacer un flashback al pasado
más reciente hasta llegar al más remoto. Mientras pensamos esto tenemos cara de
tonto. Casi siempre el esfuerzo de regreso al pasado es infructuoso y estéril.
El siguiente paso si vivimos con más gente, es la búsqueda de culpables. Casi
siempre el primer lugar de culpabilidad es para los menores de edad, en segundo
lugar nuestra pareja y en tercer lugar uno mismo. La idoneidad del dicho “Siempre es bueno que haya niños” se
aplica como una ley fundamental en el apasionante mundo de la búsqueda de
objetos perdidos dentro de casa. Una vez descartados los menores con su
correspondiente habeas corpus y una
confesión exore parvulorum veritas, es decir, los niños siempre dicen la verdad,
salvo alguna excepción como en todas las cosas, la sospecha ya recae como ya he
dicho, en nuestra pareja (si estamos emparejados) y en última instancia, en
nosotros mismos. Una vez metidos en harina, los lugares donde buscamos son de
lo más variopinto desde debajo de los muebles hasta detrás de la lavadora. Sin
embargo los que se llevan el Nobel al sitio donde están siempre los objetos
perdidos son: el cajón de la mesa de la cocina y el primer cajón de la mesita
de noche. En el cajón de la mesa de la cocina podemos encontrar una ferretería
al completo, junto con pegamentos de textura variada, rollos de teflón, una colección
de llaveros, cintas métricas, algún lápiz, una linterna, un bloc cuadriculado
tamaño octavilla, un álbum de cromos del mundial 82, sobres pequeños para el
dinero de las bodas, un sacapuntas y un sello. Un bazar chino. El primer cajón
de la mesita de noche es otro baratillo de Estambul. Hay de todo menos
calcetines. Hay un encendedor Zippo que no funciona, varios bolis, pastillas
Almax, un anillo de calavera, un cupón de la once de hace tres años, un libro,
muchas monedas de cinco y de dos céntimos. ¿Alguien sabe para qué sirven estas
monedas marrones de pocos céntimos?, también hay un peine, otro llavero, un
reloj Casio, una radio mp3, una foto carnet de hace diez años y un tebeo de Spiderman
dibujado por Jack Kirby. ¡Ah! Y pulseras de esas que le ponen a los recién
nacidos en el hospital y su correspondiente pinza del ombliguito. Puedes
encontrar ahí tu conciencia o tu ánimo cuando no los encuentres. Sin contar las
piezas de Lego del niño que son como la materia oscura en el universo y las
podemos encontrar hasta dentro del cartón de la leche. A pequeña escala tengo
más o menos el volumen de objetos perdidos que una oficina de cualquier
aeropuerto. Lo que se nos extravía casi siempre también aparece en el cajón de
debajo del cajón donde buscamos porque siempre se atranca al abrir y cae al de
abajo. De cajón. Otro cantar es la ropa que cae de los tendederos de arriba. Es
un intercambio de archivos de tela que si a la vecina del segundo le gustan las
bragas que le han caído del cielo no dice nada y si no, tampoco las devuelve.
Aunque nunca se sabe, porque las reuniones de comunidad de vecinos son
verdaderos nidos de serpientes o de conspiradores, según y aquello puede
transformarse en una zambra zíngara más peligrosa que un tiroteo en un ascensor.
José Miguel Casado ©