lunes, 9 de diciembre de 2013

LAS MUSAS Y EL HALCÓN MILENARIO


“De pequeño siempre quise tener un perro pero mis padres eran pobres y solo pudieron comprarme una hormiga”     

                                            Woody Allen

     Salir de una enfermedad aunque sea pequeña es salir de un túnel de tamaño anatómico reptando como un gusano. Es duro. Cuando decidí dar forma a una determinada idea estaba saliendo de una bronquitis que por poco se convierte en asma. ¿Cuándo me he visto yo con un inhalador?. Prácticamente todo lo inhalaba hasta el aire que respiraba. Por esa época no tenía un céntimo –y sigo sin tenerlo- y hacía tres años que me había quedado en paro. La verdad es que las crisis no perdonan, son monstruos sin memoria que aplastan a la gente. Después de llevar a los niños al colegio, hacer las camas, limpiar y cocinar, el poco tiempo que me quedaba era para escribir, en casa o donde me pillara. En la calle se pillan muchas enfermedades, miasmas, incluso ideas observando a la gente. Uniéndolo todo intentas crear algo legible. Como dice un escritor consagrado, la realidad es la materia prima con la que se hace la literatura. Indudablemente que la enfermedad del folio en blanco también me asaltaba para llevarme al infierno de la nada y al vacio creativo, pero las musas volvían. Renqueantes pero volvían. Solo quiero escribir pero cuando más lo deseo más difícil es. Me ponía a pensar en esos escritores, ya en la Arcadia, con despacho, secretaria y películas basadas en sus libros y se me venía el mundo encima. Es como lo que estaba viviendo en ese momento pero al revés. Qué sensación de aplastamiento más grande. Lo mismo que cuando estás en el dique seco y vas llamando a una puerta detrás de otra y todas se te cierran como por una inercia que no has provocado y de la que es muy difícil bajarse en marcha. Ya le llamaremos. En la televisión banqueros y políticos a mansalva amasando fortunas en A, en B o en cualquier letra del abecedario, ambiciosos hasta la nausea y que no les importa mentir a la gente con tal de seguir robando y cobrando sus sueldos durante el mayor tiempo que sea posible sin dimitir. Hay que cotizar. Yo mientras tanto, pensaba en asaltar un mercadona o un banco. Dios mío, estuve a punto de seguir a un hombre con barba apostólica y con aire de santo que asaltaba mercadonas. Me decidí por lo segundo. La cabra tira al monte. La musa atracadora de bancos se me aparecía, todas las noches a eso de las tres menos cuarto la muy cabrona. Después del susto y de preguntarle si no tenía reloj, me calentaba la olla con lo del banco y lo del atraco y que después de analizar las diferentes opciones, era lo mejor para mi.  Por la mañana me subía las mangas de la camisa y me ponía a idear un plan. Pero siempre desistía. En el otro banco, el del parque, siempre hablaba de lo mismo con algún amigo escogido cuidadosamente para el golpe. Luis, un jubilado de Renfe que estuvo en la CNT, es el escogido. Iconoclasta de nacimiento, Luis tarda poco en cagarse en los muertos de cualquier político, de cualquier institución, o de cualquier inspector de hacienda o dogma de fe. A Luis le cabrea mucho lo que pasa con los bancos y con los deshaucios porque además le han estafado veinte mil euros con las preferentes y dice que si se manifiesta para pedir lo que es suyo lo multan, con mil eurazos. Tiene cojones que vivamos gobernados por unos ladrones, estafadores e hijos de puta -dice. Está que fuma en pipa. Yo le digo que se calme, que parece Durruti. Él ya tiene controlado el banco donde cobra la pensión. Cincuenta metros cuadrados escasos, con tres trabajadores, cuatro si vamos temprano y nos encontramos a la de la limpieza, pero la plantilla del banco son un director, y dos cajeras.  La cosa se queda, por ahora, en el banco del parque. Somos unos rajaos y unos cobardicas. Intentamos pensar en otra cosa. Miro hacia el cielo y se me van los pensamientos en qué nave es más rápida, si el Enterprise o el Halcón Milenario. Por los auriculares de la radio oigo que alguien ha devuelto un monedero que se encontró tirado en la calle con cincuenta y seis mil euros. Hay gente que se merece estos gobernantes.


                                                         Jose Miguel Casado ©
 

miércoles, 20 de noviembre de 2013


    MOTEROS VIEJOS
 Pues como no empiece a llover ya, yo no sé para cuando vamos a encender la lumbre. Cipriano y Jeremías hablan del tiempo mientras se toman un café solo y una copa de coñac en el hogar del pensionista. Todos los días empiezan igual para ellos. Son una especie de viejos moteros, mejor dicho, de “moteros viejos”, que en vez de ir en una Harley por la ruta 66, van en un Vespino LC y una Derbi Variant, respectivamente por las calles del pueblo. En la parte de atrás de la moto llevan una caja de plástico con bolsas liadas con guitas finas. Después del desayuno en el bar, se van a ver lo que hay por esos caminos del Señor entre huertas e invernaderos a ver si llenan la moto de alcachofas o de lo que encarte que para eso son unos hachas. ¿Tomates?, tomates, ¿aceitunas?, aceitunas, ¿higos?, higos. Lo que sea, previa puesta al día de precios en el mercado municipal. Hay que estar informado y levantarse temprano. Venden la mercancía en la esquina estratégica del puente del río o del mercadillo en plan ambulante sin parar de moverse. Las motos tienen unos treinta y cinco años pero están bien conservadas y tuneadas con sus cajas de plástico, sus parabrisas rayados y sus ruedas de radios. Un día Cipriano fue a echar gasolina a su Vespino LC, una joya renacentista que todavía funciona. Cuando fue a tirar de la moto hacia atrás para ponerle la pata de cabra, le dio al gas con la mano derecha y acabó a cincuenta metros de la gasolinera. La moto delante y él detrás agarrado al manillar como un hilo a una cometa. Fue como un rayo. Una estrella fugaz con forma de Vespino. La gente que iba a repostar se bajaba de los coches, aplaudiendo y riendo creyendo que era una cámara oculta. Cipriano, el Vespino LC y la caja de berenjenas que llevaba detrás acabaron en una huerta de coles colindante a la gasolinera. Me cago en la puta reina, se oía a lo lejos al Cipri. –Que me parece que le he dao a lo que sirve para correr. Virgensanta qué susto. Su compañero Jeremías que hasta sus cortas entendederas llegaban a atisbar lo que había pasado, llegaba a sospecharlo pero no terminaba de creérselo. Estaba aislado en un Jeremias que lo miraba desde su Derbi Variant, roja como el trueno,  con un ducados en la boca y serio entre la gente que reía.
                                                                            José Miguel Casado ©

domingo, 3 de noviembre de 2013

Sierra Morena Space Base


  

     Tras las sucesivas crisis económicas mundiales de principios del siglo XXI, España terminó por salir de la Unión Europea y se cerró al mundo como en tiempos del Imperio de Felipe II. Con el tiempo se convirtió en Reserva Espiritual de Occidente, en potencia espacial y en la envidia del mundo.

Centro Aeroespacial de Sierra Morena (España) año 2084.

    Todas las televisiones del mundo transmitiendo las imágenes del enorme cohete espacial Virgencica 3, cohete-dron no tripulado, hito de la conquista del espacio y última generación en su clase que volverá a la Tierra él solito tras dejar al transbordador Trueno Rojo 1, fuera de la órbita terrestre para el inicio de una misión interplanetaria.

     Por los altavoces se oye… Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Ignición, motores a la máxima potencia, pisa a fondo Paco.

-¿Qué pasa Trueno Rojo 1?

 –Qué va a pasar, pues que el Virgencica 3 no arranca.

-Pero ¿Cómo que no arranca?

 –Lo que oyes torre de control. Que los motores no arrancan. Tiene que ser el motor de arranque o los platinos. Hace como un ruido.

-¿Cómo que un ruido?, ¿Pero cómo que el motor de arranque o los platinos?. Vamos a ver Trueno Rojo 1, los tanques están llenos de nitrógeno líquido hasta arriba.

 – ¿A mi que me cuentas? Será un fallo eléctrico.

-Chequeo completo. Revisar baterías, placas solares, giróscopos, acumuladores, deflectores, bujías, etc. Dos horas para cambio meteorológico. Si hoy no despegais la misión se abortará hasta dentro de dieciocho meses.

-Aquí Trueno Rojo 1 - Virgencica 3, todo está bien menos la batería del reactor secundario que hay que cargarla. ¿Tenemos pinzas torre de control?

 –Negativo, Trueno Rojo 1.

Una hora después.

-Aquí torre de control. Astronauta García, astronauta Jaramillo abandonen la nave. Tienen permiso para trasladarse al transbordador Trueno Rojo 2, para reanudar la misión. Tienen una hora.

- ¿A la Trueno Rojo 2? Pero si esa nave es de propulsión nuclear.

- ¿Algún problema?

–Sí. Que solo tenemos el carnet de naves analógicas de propulsión a chorro.

-No importa Trueno Rojo 1, el mecanismo de arranque es parecido. Las llaves las encontrarán en el cajón de una mesita que hay al lado del cuadro de mandos. Buena suerte.

El astronauta García y el astronauta Jaramillo abandonan la nave Trueno Rojo 1 y se adentran por el túnel de entrada a la rampa de lanzamiento número 25 para pilotar la nave Trueno Rojo 2, sola, porque no necesita ningún cohete-dron para lanzarla al espacio, ya que es la joya de la corona. Una nave de clase Epiblas de propulsión nuclear triple. En la mesita de madera que hay junto al cuadro de mandos, efectivamente, están las llaves de la nave junto a un paquete de clinex. Una sola llave con un llavero del Banco de Cerebros. La nave arranca a la primera. La propulsión nuclear es lo que tiene. La única pega es que sus pilotos no tienen carnet en regla. Las leyes españolas son así. Una bestia metálica con motores nucleares, placa de vehículo pesado y su pegatina verde de ITV al día. Tras una protocolaria cuenta atrás la Trueno Rojo 2 se eleva por el cielo raso de Sierra Morena majestuosa, hacia la conquista de Júpiter, con su rosario de marfil colgado en el espejo retrovisor, su atrapa-sueños y su foto del Papa Benedicto XXXVII. El astronauta Jaramillo busca en el bolsillo hermético de su traje un caramelo Pictolín, mientras el mundo que conocen se pierde bajo sus pies.

                                                                           José Miguel Casado ©
 
 

 

sábado, 19 de octubre de 2013

Autobús II


      A las diez y cuarto de la mañana llega a su penúltima parada el autobús 33 que pasa por la puerta del hospital. El día es soleado con unos agradables quince grados que hacen que Isabel vea la vida con un poco más de optimismo. Pero solo un poco. Se sienta por los asientos del final con su hijo Marcos de quince años y van a urgencias porque el chico se ha puesto un ojo morado. Van en autobús porque su coche está en el taller y porque no tiene ganas de pagar un taxi, además lo de Marcos no es a vida o muerte. El ojo morado con un poco de derrame por el pómulo y por la frente, es porque su hijo llegó a casa y llamó al portero automático pero como había un corte de luz, su madre le tiró las llaves desde la ventana. Viven en un cuarto piso. Marcos miró para arriba y lo único que recuerda es oscuridad y dolor. El manojo de llaves bajando a su “libre albedrío” a ciento cincuenta por hora multiplicaron su peso en proporción geométrica. Como un obús hacia el ojo del chico. Un puño metálico compuesto por la llave de la puerta del portal, la llave de la puerta de casa, la llave del garaje, la llave del trastero, la llave de la casa de la abuela y la llave del buzón. Ahí estaban todas. Seis llaves como seis miuras, de todos los tamaños desde la más grande a la más pequeña. Lo gordo llegó cuando detrás de las llaves vino el llavero que lo remató como un tiro de gracia efectuado con un martillo pilón. Ese Cristo de Medinaceli de diez centímetros de madera y metal cayendo a plomo sobre un solo ojo. Cuando lo vieron en el centro de salud lo vieron demasiado morado y lo derivaron a urgencias, pero como no había ni una ambulancia han tenido que ir en autobús. Marcos está dolorido, tiene el ojo como si Mike Tyson hubiera aplaudido sobre él.

     El conductor del autobús es un hombre enjuto como un junco con gafas de sol y masca chicle con la boca abierta. Va oyendo en la radio las noticias de la mañana y no tiene la mente ni en las noticias ni en el autobús. Está en un limbo típico de los conductores, igual que cuando miramos el reloj y luego no sabemos la hora que es.

     Hay una mujer mayor que ocupa casi dos asientos y va pensando en lo que va a cocinar hoy. Viene de caminar, ha ido andando a un kilómetro de su casa y se viene en autobús porque se ha cansado. Le duelen las piernas pero el médico le ha dicho que ande por lo de la diabetes y por la hipertensión. Justo detrás de ella hay dos mujeres jóvenes con dos colas altas en el pelo y dos moños muy coloridos. Hablan muy fuerte y con acento barriobajero. -Pues no me llama la Pili mientras estaba haciendome las uñas y wasseando. Un hombre de mediana edad y con gafas de pasta las mira y luego mira hacia la calle. Tiene que pensar en la pensión que tiene que pasar a su mujer y a su hija porque se acaba de divorciar. Trabaja en una empresa de limpieza en la que gana ochocientos euros con un jefe que es un cabrón porque lo explota y porque le paga cuando quiere. Hoy es su día de descanso. Trabaja diez horas al día, seis días a la semana y descansa uno, ya sea lunes o domingo. Al buen hombre se le saltan las lágrimas de ver que su hija va creciendo y no puede darle todo lo que quiere. Se fija en un coche que hay aparcado en doble fila. Ve salir a dos hombres de un banco corriendo con la cara tapada y se meten en el coche mal aparcado. Salen a toda velocidad, saltándose todos los semáforos en rojo. El hombre de las gafas que va en el autobús rebobina su memoria a corto plazo y se da cuenta que acaba de ver unos atracadores escapando. Piensa que terminará haciendo lo mismo porque no tiene para pagar las facturas y porque le da igual ir a la cárcel si lo pillan. Su compañero de trabajo es el único que podría ayudarle pero no está muy centrado porque todo lo que gana se lo gasta en el puticlub Sandra´s, y tiene menos cerebro que un mosquito con dos copas. El conductor del autobús estornuda y se le cae el chicle y las gafas de sol y por poco se lleva por delante una farola, un policía local y un taxidermista que venía de comprar un juego de bisturís y quisquillas de Motril en la pescadería.
                                                                                                   José Miguel Casado ©



 

 

sábado, 12 de octubre de 2013

TAXI DRIVER


     El frío de siete grados con cielo nublado de gris plomo y el olor a madera quemada de chimenea, hace que la fase REM  mañanera dure varias horas.  Por la mañana, muy temprano se suben cinco personas en un taxi monovolumen de ocho plazas, sinónimo de que es el taxi de un pueblo alejado de la capital y pasa recogiendo pasajeros por otros tres pueblos. Siempre que haya plazas de sobra, claro. Suelen ser viajes para consultas médicas o para papeleos. En el asiento delantero se sienta una mujer mayor que no para de hablar con el conductor. De las ocho plazas de la Mercedes Vito hay seis ocupadas. Cinco son gente mayor que va al médico y el conductor. El taxista se llama Eusebio y lleva treinta años haciendo lo mismo pero tiene el inconveniente que casi no cabe en el asiento. Su barriga ha adquirido dimensiones planetarias porque no se cuida y se come casi todo lo que tenga tres dimensiones. Eusebio come cuando tiene hambre, como Alejandro Magno, dice él mismo en un intento de lavar su imagen de tragón. Le pille donde le pille. Hay noches que se desvela, se levanta como un autómata hacia el frigorífico y coge el taper del cocido de garbanzos que sobró del almuerzo o, en caso de no haber taper, cualquier longaniza. Le da igual la hora que sea. Eusebio coge el sueño cuando come. Igual que el sueño que entra en la sobremesa viendo una película del oeste. Su perdición es la comida y la bebida. La cerveza fresquita y el whisky con algo, siempre están en su mente como su familia y no se le van ni con agua fuerte. Su mujer le grita ya directamente que cualquier día le va a dar algo, que haga el favor, que ya no tiene edad, pero no. Como si le gritara una china mandarina.

      Los ciento treinta kilómetros que hay desde el pueblo a la ciudad están llenos de curvas y cualquier día va a tener un disgusto. Como dato, decir que  prácticamente el cien por cien de los pasajeros que lleva cada día, son temerosos de Dios y si pasa algo los va a pillar a todos en el derrape, rezando. Casi seguro. Así que el taxista ya ha contado con este dato por si acaso.

     Paquita es la mujer que viaja de copiloto, tiene setenta años y va al médico de los huesos porque está fatal de la artrosis y de los nervios. La estampa que le ofrece Eusebio con la barriga pegada al volante y regurgitando cada dos por tres, algo que comió después del desayuno, no la tranquiliza. Para colmo no deja de mirar con angustia el taxímetro aunque nunca recuerda que el trayecto del pueblo a la capital vale un precio fijo. Pero le da igual. El taxímetro la hunde en una angustia patológica.

     El pasajero Antonio tiene ochenta años y va a la ciudad a ver al médico de la próstata porque se mea cada dos por tres. Su hija Pepa lo acompaña y va a tener que parar el taxi de Eusebio cada media hora como poco. Antonio le dice a Eusebio que por él, puede correr porque tiene prisa. Mientras dice eso mira una por una las caras de todos los presentes, con un ligero tembleque de mandíbula. A su lado se sienta Julio, un hombre de ochenta y dos años que va al médico de la cabeza como él dice, porque no está muy bien. Tiene un poco de bipolaridad y republicanismo, reconoce. A veces soy republicano y a veces monárquico por eso soy bipolar. Julio no está muy bien. Un día se escapó de casa y lo encontraron en Gibraltar porque quería recuperar el peñón él solo. Lo sacaron de allí vociferando tacos contra los ingleses. También va en el taxi escoltado por su hija María. El taxista les recuerda como si fuera un padre que va a la playa con la familia un domingo por la mañana, que se abrochen los cinturones que van a despegar. Las mujeres se santiguan. Eusebio no deja de tener ardores y pone un disco de Nino Bravo. Tararea la canción “Noelia” y se le saltan las lágrimas. Eusebio es como una enorme esfera de vainilla embutida dentro de un coche. Está calvo y tiene un exiguo bigote que mueve cuando se echa a la boca unos conguitos que sus dedos regordetes han cogido de la guantera. Paquita, la mujer que va a su lado no deja de lanzar miradas angustiosas al chófer y al taxímetro, alternativamente. Dejadlo que cante. Callaros, dice Julio el hombre de ochenta y dos años que está un poco loco. Eusebio mastica mientras conduce. Ahora tararea “América”, de Nino Bravo.
                                                                             José Miguel Casado ©


sábado, 5 de octubre de 2013

Autobús I


     Por la ventana del autobús se ven las personas muy rápido y en los semáforos en rojo cuando se para, se ven como en un documental. Un documental de gente corriente. Vemos sus movimientos como en un safari urbano en el que el observador pasa desapercibido. El que mira, cierra los ojos para retener una imagen como una foto grabada en la retina. Varias veces. Varias fotos. Hay una mujer mayor con un carro de la compra parada en un semáforo. La acompaña un hombre joven que le lleva otras dos bolsas. Hablan de papá que está un poco pachucho de las rodillas. También hablan del trabajo del hijo porque le quedan dos meses para que le cumpla el contrato y se le está poniendo mal cuerpo de pensarlo. Semáforo verde. Cruzan al otro lado de la calle y se pierden por una callejuela de adoquines.

     Un hombre mayor con rebeca de lana marrón y zapatos sin brillo, pasea un perro pequeño que se ha cagado en medio de la acera. Una mujer lo mira como si lo escaneara y sigue andando. El hombre la mira por detrás. Saca una bolsa como el que paga una fianza para salir de la cárcel y coge la cagada del perro. A pocos metros frente a él unos hombres encorbatados  vienen alegres como tunos y observan al hombre del perro, divertidos. Vienen de desayunar y vuelven al tajo en un banco. El hombre del perro los sigue con la mirada y piensa que ojalá pudiera atracar un banco porque ya está hasta los huevos. Piensa en sus hijos que han tenido que volver a casa porque se han quedado sin trabajo y sin casa. Todos viven de su pensión. 

     Una chica con un mandil negro va por la acera con un vaso grande de café con leche. Es peluquera tiene veintisiete años y hoy está contenta porque es viernes. Aunque tenga que trabajar todos los sábados por la mañana, está alegre. El efecto terapéutico de la cercanía del fin de semana es un hecho comprobado. Menos en las cajeras de supermercado con turno de tarde. Turno de sábado por la tarde. Aun así la gente está contenta los viernes. Es un remedio que la psicología moderna aún no ha tenido en cuenta. La peluquera  está contenta aunque su tiempo de descanso lo tenga que pasar de pie en la peluquería y tomándose el café con las clientas. Incluso con la vieja de ochenta años que va todos los viernes a peinarse y que es una vieja facha. No pasa un viernes sin que se acuerde de Franco y diga que antes se vivía mucho mejor. Es dueña de un bloque de pisos todos alquilados, viuda de un médico que murió hace ya cinco lustros y le dejó el bloque de pisos y un chalé en la playa. Un chalé con jardines y piscina que compraron en 1965. Tiene dos hijos. La hija vive en Madrid, es abogada y su hijo vive con ella y administra sus rentas.

     El autobús pega un frenazo porque un niño ha hecho ademán de cruzar la calle pero se ha quedado en la acera y el conductor se ha cagado en su puta madre mentalmente. Los viajeros se han alborotado. Con el frenazo, la gente que iba dentro del autobús ha seguido moviéndose a cuarenta por hora y se ha liado un sin dios. El niño le enseña el dedo corazón al conductor. El documental se ha convertido en una película de los hermanos Marx. Un chino hablaba en chino con un hombre que se parecía a Jack Lemmon. La extraña pareja, qué gran película. Una mujer se ha hecho daño en una rodilla con la barra del autobús. Una monja se ha presignado porque ha oído el taco que ha soltado una vieja bajita con gafas y moño, toda vestida de negro y que por poco se le cae la dentadura. El chino le ha dicho que se calme en chino y la vieja se ha quedado paralizada unos segundos eternos, agarrada a la barra y con la rodilla levantada.
                                                                         José Miguel Casado ©


sábado, 28 de septiembre de 2013

Ceferino y la radiación de fondo


      Ceferino Rasante tiene un puesto de cupones, en la esquina de la plaza. Tiene 25,2 dioptrías en el ojo izquierdo y 27,4 en el ojo derecho.  Y subiendo. Si se pusiera lentillas serían de culo de botella y no podría ni parpadear. Detrás de sus gafas se ven dos ojillos azules aburridos en una cara de pan, con un bigote setentero trasnochado. Tiene rostro de estar hecho polvo de la cabeza. Como si se hubiese pasado toda su juventud dándole al LSD, pero no es el caso. Ceferino es un hombre de costumbres aseadas y limpias y va hecho un marqués empapado en varón Dandy. Siempre viste pantalones chinos o de vestir con su raya impecable y perfecta como hecha por una plancha con tiralíneas. Camisa de manga larga remangada hasta el antebrazo y desabrochada como un legionario, en invierno y en verano. Es alarmante verlo en enero enseñando la pelambrera del pecho y el cordón de oro con la medalla de la Virgen del Carmen bajo una triste y fría camisa, con cinco o seis grados tiesos de intemperie. Sin chaqueta ni nada. De lunes a domingo va hecho un San Luis, gracias a Enriqueta su madre, que aunque ya está muy mayor, le plancha esas camisas de rayas y esos pantalones a juego. Enriqueta fue maestra de la promoción del 61. Es una mujer menuda, enérgica y hacendosa que se preocupa mucho por su hijo para que vaya por la calle hecho un brazo de mar. Viuda desde muy joven, tuvo que criar a su único hijo sola. Le afectaba mucho que los niños se rieran de él en el colegio debido al ligero retraso mental que sufre. Ceferino no tuvo una infancia fácil pero a base de trabajo duro, su madre está razonablemente orgullosa de él. Nunca fue muy espabilado para casi nada. Sus pocas lecturas fueron novelas del Coyoye y del oeste de Marcial Lafuente Estefanía. El solo hecho de oirlo hablar ya pone en alerta al interlocutor más lince porque a duras penas se le entiende el buenos días o este cupón no está premiado. Con sus amigos es muy cachondo y no se le entiende nada cuando habla con ellos porque rie socarronamente y habla a la vez. Lo que dice crece progresivamente en velocidad y en decibelios y las palabras se precipitan a mucha velocidad como si se despeñaran por un precipicio. Conversaciones de mujeres y de fútbol pero parcas en palabras decentemente enlazadas. Soltero de cincuenta años, aficionado a las putas pero que guarda las formas con su novia homónima en estilo, en dioptrías y en luces. Una mujer con más cara de catequista madura que de novia. Por su rictus no se sabe si está llorando o está riendo. No, yo es que soy asi, dice.

      Los cupones que vende Ceferino, huelen a cigarro More sabor café con un ligero toque de aliento a Soberano y a manos de dedos amarillos manchados de nicotina y empapados en varón Dandy. Tiene siempre un pequeño transistor que le hacen las mañanas más llevaderas dentro de la garita. Ceferino tiene cara de inocente. Cuando tiene el cigarro en la boca y está solo, tararea un soniquete que solo él entiende, que está entre mi jaca galopa y corta el viento y Santa Lucía de Miguel Ríos. A veces tararea la canción de la muerte tenia un precio y se le saltan las lágrimas ensimismado mirando al horizonte. Ahí es donde se ve cabalgando al atardecer por una pradera interminable de Oklahoma. Esporádicamente el soniquete sigue con gente con la que está hablando pero que cuando no le interesa la conversación, desvía un poco la mirada y desconecta para comenzar la cancioncilla de marras. Lo miran como diciendo (WTF?), ¿de dónde diablos viene ese ruido?. Es algo parecido a la radiación de fondo Penzias-Wilson en astronomía. Un ruido de fondo. La gente oye algo parecido a niiiii-niiiiii-niiiiiiiiiininiiiii, pero muy bajito y se preguntan ¿pero este tío está bien?. Eso cuando lo descubren, porque entre el bigotillo, los dientes mordiendo el cigarro y las gafas de culo de vaso es un artista del tarareo indetectable, porque despista a la gente con su cara.. Un tarareo inmisericorde que corta en seco cuando pasa alguna señora jamona y otra vez pone cara de estar cabalgando por alguna pradera de Oklahoma.
                                                      José Miguel Casado ©



 

viernes, 26 de julio de 2013

THE TORRENUEVA DAYS


        El primer día que pisé Torrenueva fue hace más de treinta años cuando apenas había la mitad de gente que ahora. Había dos metros de playa y las sombrillas estaban pegadas al paseo marítimo. Es un lugar que guardas en el corazón desde muy pronto, que recuerdas por el olor a mar y por el color naranja de los atardeceres. Fue uno de mis sitios favoritos donde ví el mar por primera vez y donde contribuí a mi afición por los comics ya que ponían puestos de libros y tebeos como para pasarse las horas muertas mirando y leyendo. Todavía no había inmigrantes vendiendo pulseras ni camisetas. He vuelto treinta años después y he descubierto otra ciudad. Torrenueva es muy kitsch. Es un Hollywood de los 70, salvando las distancias, en el que ves gente que te suena pero no sabes de qué:  Dios mío ¿dónde he visto yo esa cara?. 

     El primer día, tras dejar la “impresionante” autovía inacabada, el calor pegajoso se pega al cuerpo como el napalm y no sabes como quitártelo. Los semáforos es lo primero que ves de Torrenueva, esos eternos candidatos al patrimonio turístico nacional, culpables de tantas opiniones injustas sobre el pueblo. La primera quemadura de sol es en el sempiterno codo izquierdo sobre la ventanilla abierta del coche. Con la derecha manejo el volante y las marchas intermitentes incluidos. El apartamento es un oasis de alivio en un desierto de sombrillas multicolores y arena pegada hasta en el cielo de la boca y otros sitios insondables. Otra alternativa es la playa de chinos en la que andas como Chikito de la Calzada sobre una barbacoa. Pinchan como garfios al rojo. La arena está muy bien para la circulación, dice una vieja. La arena al rojo más. La empatía con los calamares en salsa americana o con las sardinas en lata es un ejercicio entretenido a eso de las una de la tarde sentado en la hamaca cuando has acabado los sudokus y miras a tu alrededor. Todo el mundo apretaico vivo. A siete coma cinco centímetros escasos una mujer que habla a gritos, de unos setenta años, come pipas con sus únicos dos dientes y deja caer las cáscaras en mis sufridos pies. Hasta el final del cartucho. Ahí es cuando echas de menos el garrote barnizado que tienes en casa. Cerca de mi cuadrícula como si estuviéramos dibujados en un papel milimetrado, una pareja de Madrid, con un extraño color lechoso, que no ha salido de debajo de la sombrilla en toda la mañana, llaman a sus hijos a voces y les dan instrucciones como si fuesen niños teledirigidos. Gerardooo, Almudenaaaaaa, venir para acá, meteos en el agua que no os dé una insolacióoon, venid y comed algo. Gerardooo no tires chinooos. Y todo esto con los niños a medio kilómetro y con los padres sin moverse de la hamaca. Les falta el mando para dirigir a los niños para hacer niñomodelismo.

     El baño en el mar Mediterráneo es terapéutico y relajante hasta que a tu alrededor hay más de dos personas y te pones a pensar en la temperatura del agua y en las caras de alivio de la gente. No hay que pensar. No pensar.

     Las personas que genéticamente resisten mejor el sol, son las personas mayores. Los viejos. Se ven dos escalas de colores. La del color rojo y la del color negro. Hay viejos con un color rosa suave hasta un rojo vivo tipo estrella enana roja. Y viejos ligeramente grises, tipo nube otoñal, hasta un negro agujero negro. Su textura es acartonada. Parecen estrellas de Bollywood con sus dentaduras blanquísimas y perfectas para su edad. Y los hijos y los nietos acojonados mirando desde debajo de la sombrilla.

     Hay días que cuando subes la persiana y te levantas dices: vaya día más cojonudo de playa vamos a tener hoy. También te preguntas cómo es posible que la gente se levante a las 6:45 de la mañana para clavar la sombrilla en la arena y se largue para volver a las doce. Como ejercicio empírico hay que decir que el noventa y nueve por ciento de los que hacen esto suelen tener más de sesenta años. Los mismos que ves haciendo ejercicio en los aparatos de gimnasia que ponen los ayuntamientos en las plazas y los mismos que ves corriendo sin correr  y sin que les dé un infarto porque andan más rápido que un corredor de maratón pero sin dejar de andar. Que para eso hay que saber y tener arte.

     A eso de las once me voy hacia la playa embadurnado en cremita con dos hamacas y una sombrilla al hombro. Los críos alrededor y mi mujer con otros dos bolsos grandes. Parecemos porteadores de las películas de Tarzán. De los que se caían por el precipicio. Cero coma dos segundos después de pisar el primer grano de arena empieza una ligera brisa que se convierte en un temporal de Levante, de Poniente o de la madre que los parió a los dos. Y en la playa todos locos como en un concierto heavy. Hablando a gritos y maldiciendo la hora en que olvidaste las gafas anti-ventisca en casa, mientras la familia se agarra a una palmera, ves personas volando como hojas de otoño, enganchadas a su sombrilla o hamacas que parecen un toro mecánico con sus propietarios con las piernas hacia arriba. Un descoque vamos.  

     Tengo que decir que en el tema tapeo hay bares que ponen muy buenas tapas pero a mi me tocó el que no. Llegamos dos personas a eso de la una de la tarde un bar semi desierto. Mala señal. Pedimos dos tercios de cerveza y el camarero con voz de barítono grita ¡ponme dos tapas!. Mientras en la tele ponen los entrenamientos de moto GP. Entretenido. A los diez minutos miro el reloj y pienso: La tapa tarda demasiado eso es buena señal a lo mejor está terminando de hacer unos callos con garbanzos y tortilla, una socorrida carne en salsa, o unas sardinicas de espeto. Pobre iluso. A los quince minutos de aguantar el tercio de cerveza en la mano me doy de cara contra el muro de hormigón del desengaño. El camarero de antes con la voz de barítono, viene muy contento, ¿de qué se reiría el payaso?. Trae un plato minúsculo de salpicón de marisco y dos tenedores. Con más salpicón que marisco. Una mísera pipirrana con aspiraciones. Ataque de furia asesina y destrucción total del maldito bar. Tras salir y limpiarme en la camiseta la sangre del camarero, me voy a otro bar en el que ya si tratan a la gente con respeto.

      El tema de los precios en los pueblos turísticos es algo que los turistas inocentes deberían calcular antes de ir a un apartamento unos días. Regla fundamental: Comprar allí lo mínimo imprescindible. Hay que llevar el coche como si fueramos a Algeciras a coger el ferry a Marruecos. Con los amortiguadores guarníos por el peso de la carga de medio Mercadona de nuestro barrio. Para muestra esta experiencia: -Oh una humilde frutería de barrio. Hay que apoyar los pequeños comercios de barrio. -¿me da este melón? Y me pone también tres o cuatro melocotones. ¿Cuánto es?. -Ocho con veinticinco euros. Dice el frutero mafioso, mientras me acuerdo de su familia. Repito. Un melón y cuatro melocotones, 8 coma 25 euros. Tienen la jeta de estar abiertos hasta las doce de la noche. Y no es una frutería china.

     La noche es un desfile por el paseo marítimo viendo los puestos de pulseras, punteros laser y heladerías. El poyete del paseo se llena de familias que comen helado como autómatas bronceados mientras ven a la gente pasear como el que ve la tele. Hay modelitos de todas las clases. Para bien y para mal.

      Los edificios suelen ser más altos que en la ciudad, bloques de trece pisos en un pueblo que en invierno está casi desierto. A Torrenueva la llaman la playa de los pobres, o de los currantes, aunque hay de todo. Debería llamarse la playa de los jubilados o Mini-Benidorm, incluso. Salvando distancias. No tiene el pijerío de Almuñécar eso sí. Torrenueva es una conexión entre el pasado y el presente de los veraneos familiares de paella de domingo. Es un grato recuerdo de juegos de playa y tardes de polos. Es un déja-vu contínuo que aunque nunca hayas estado crees que has estado. Es lo que de niño te llevabas cuando regresabas a tu casa y te dormías en el coche y te seguían meciendo las olas. Y eras feliz.


José Miguel Casado García ©
 
 
 

viernes, 31 de mayo de 2013

Los cortaos

     Ser camarero de cafetería no es lo mismo que ser camarero de banquetes o de bar de tapas por ejemplo. Significa tener una paciencia de chino y unos nervios de acero para aguantar a los que te piden un cortao de mil quinientas veintisiete formas diferentes. Para el espectáculo hay que apostarse en una esquina de la barra y disimulando desplegar la parabólica. Desde los que piden un cortao y te quedas esperando lo que viene detrás, pero no viene nada. De las pocas personas que piden un cortao sin más. Sorprendente. Lo normal sería: Un cortao largo de café, o bien un cortao corto de café. A partir de aquí empieza el festival: Un cortao largo de café con leche fría de la nevera, un cortao corto de café con una cucharada pequeña de leche condensada. Hay gente que despliega sus dotes de mimo: un cortado largo de café con leche del tiempo, pero poquita, poniendo los dedos índice y pulgar para indicar “poquita”. Una vez llegó uno y dijo “usted haga un café y no tire el marro…con él me hace un cortao largo de café con leche fría semidesnatada. Y se paró el tiempo. Los parroquianos mirando de reojo. Ni el vuelo de una mosca se oía. La virgen qué cosas. Un poco más tarde llegó un hombre con traje y corbata y dijo que quería un cortao corto de café con leche caliente…entera, la leche… y me la trae en una jarrita que ya me la pondré yo. Gracias. También llegó el de las dudas: Uno largo de café con leche fría, -¿desnatada? Dijo el camarero. –No, bueno sí. –Mejor no, corto de café y largo de leche. -¿entera?, -sssí..no! no!, mejor condensada. Luego llegó la macarrónica, un cortao largo de café con descafeinado de máquina y leche semidesnatada del tiempo. El camarero ya empezó con el tic en el ojo izquierdo. El repetidor, un cortao corto de café con agua y leche condensada, ¿se lo digo otra vez? Un cortao corto de café…Posteriormente llegó el caprichoso: con espuma tipo capuchino por favor. El antropológico…un manchao! –perdon? –un cortao con muy poquita leche, en mi pueblo los llamamos asín. El del pueblo…Un trifásico, un cortaito con anís, nene. Los misteriosos en los que el camarero se implica mucho:
 -Un cortadito,
 -¿normal? ¿largo de café?, ¿con poca leche?  ¿con mucha?
- Un cortado le digo. El hombre mira al camarero con los ojos muy abiertos.
  Los de la tacita: un cortao corto de café con leche fría pero en tacita.
  Los del vasito: -un cortao largo de café con leche semi caliente y en vaso.
      --Como un café con leche largo. Anda que los que llegan con la lista de la peluquería de al lado: --seis cortados, un corto, tres largos, dos con agua, uno descafeinado, tres con leche condensada, un trifásico y un bollo. Y remata la peluquera –Ay que cansada estoy. Ayer salí ¿sabes?. Acto seguido compruebo que el camarero en vez de echarse a llorar en la máquina empieza a montar el altarico… -dos con agua, un descafeinado, -Pepe vete poniendo los azucarillos. La verdad es que hay camareros que con esa retentiva deberían trabajar de controladores aéreos o de astronautas, como mínimo. En casa hacemos el experimento y que alguien nos diga una comanda y cuando la estemos haciendo que nos digan otra diferente. No acertamos ni en el color de la leche. Solo decimos –oído nene. Nervios de acero, autocontrol y pensar como Bruce Lee, es lo que se necesita (-Like a water, like a teapot) para no acabar repartiendo guantazos…uno corto de café con una nube de leche, pero vista y no vista… unas gotas eh?... ¿tiene leche en polvo?, hay una francesa muy rica. Y el último: Largo de café con descafeinao de máquina con espuma y leche semidesnatada del tiempo y con sacarina por favor. Aséptico el hombre. Estoico el camarero.
                                        
                                                                    José Miguel Casado ©

                                                              

 

sábado, 23 de febrero de 2013

ARCO


 
           Decía con muy buen criterio, Pablo Picasso que “un pintor es un hombre que pinta lo que vende y un artista, en cambio, es un hombre que vende lo que pinta”. Por eso existen algunas ferias de arte. Lamentablemente vivimos en un tiempo que de tanto reciclar, reciclamos de manera inmisericorde el razonamiento de las cosas hasta convertirlo en serrín. Materia prima muy abundante en nuestro país y primer exportador a nivel mundial. Me huelo que alguien que no comulgue mucho con alguna que otra vanguardia artística del siglo pasado o de este, sea tachado de abuelete cebolleta. Me temo que sea despojado de las pocas pero dignas vestiduras de juicio artístico que tenga y se le destierre al descrédito más absoluto en cuanto opine sobre arte. Si criticas lo abstracto o lo figurativo, es que no sabes de arte. Eres un cero a la izquierda artística del arte. Vamos a ver. Joyas literarias de críticos de arte como: “La tela está totalmente cubierta de color en expresión estilística de un absoluto horror vacui”, sobre un cuadro de Pollock de 2,69 x 5,30 metros. Que se dice pronto. El consagrado Pollock. El aspecto del cuadro parece una tela a la que le han cagado todas las palomas de Madrid y de Barcelona juntas en una fiesta palomera. Eso vale diez o veinte millones de euros, no sé su precio pero por ahí andará. Una vez dicho esto se me arrojará al foso de los leones de la intelectualidad artística (risas) del país,  porque creo que hay mucho fraude y mucho timo enquistado en el arte desde finales del XIX hasta hoy. Es lo que pienso. A partir de aquí te tachan de facilón, de demagogo y de previsible, para arriba. Como una cosa no entre por los ojos y la critiques eres un populista inculto y cavernícola. Un zote del arte. La realidad es que hay más pintores abstractos y figurativos que perros descalzos. Desde mucho antes de la crisis por si suena la flauta y algún millonario ventoleras les compra la obra por un buen precio. Y el autor seguirá sin saber dibujar una O con un canuto, toda su perra vida. ¡Ah la picaresca!. ese menester patrio tan antiguo y rancio como una ramera vieja. Pongámonos migajas en la ropa para que vean que hemos comido aunque nada tengamos, que hidalgos somos y hay que parecerlo. Apuesto mi mano derecha y no la pierdo, a que muchos de estos nuevos artistas, ni-nis tardíos, benjamines bisoños del arte de la estética y la coquetería de instituto, no saben ni lo que significa la palabra “figurativo”. Y con cuarenta y tantos largos.
      La feria de arte ARCO que acaba de celebrarse en Madrid es un circo más grande que el de los payasos de la tele. Que no andarán muy lejos. Los payasos del arte, digo. El incauto espectador que espere encontrar algo que tenga que ver con el arte, yerra de pleno. Allí podemos ver desde una caja rota de madera de verdulería, de los 80 eso sí, si no, no vale,  tirada en medio del suelo, también una bolsa llena de basura con su espacio vital y todo o una habitación vacía con el único arte de un agujero a modo de ratonera en un rincón. El alma se te cae al suelo y no la vuelves a ver.  Si hablamos de las “performances” hablamos ya de belenes vivientes. Y la gente se queda mirando como cuando ve una película de Isabel Coixet que al terminar la sesión miras al de al lado y te ríes y luego te lamentas en silencio mirando al cielo. No quiero ni pensar lo que esta bazofia le cuesta al contribuyente que si no, habría guantazos. Cambiaría la R de ARCO por una S con los ojos cerrados y gratis.
      El artista madrileño Eduardo Arroyo dijo hace tiempo que las críticas a Arco “van a arreciar” mientras no disponga de una “independencia” y “unas reglas de juego claras”. Confirmó que el certamen no debe caer “ni en el falso vanguardismo ni en la arrogancia” porque “pueden producirse disidencias”. La homóloga de ARCO en París (FIAC),  ya tiene una feria paralela y disidente, Art Paris, por culpa de lo mismo que pasa en ARCO. Feria mercantilista con una forma rara de “cómo se hacen y cómo se nombran los jurados” según Arroyo. Seguimos igual en el diagnóstico y en el tratamiento. Todo vale en la cueva de los mercaderes con tal de vender. Me arriesgo a que me pongan el traje espinoso de la incultura artística más cerril porque no te gusta Jackson Pollock. Que por lo visto se abstraía mucho y liaba unos follones impresionantes cada vez que pintaba un cuadro. Sus emuladores de ahora también la lían parda a la hora de abstraerse y levitar, pero sin quitarse el euro de la cabeza y así les sale. Por eso se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Yo no es que sepa mucho sobre arte ni sobre casi nada, pero el año que viene en ARCO me temo que nos darán más patadas en la cara. Más patadas a nuestra vergüenza llena de remiendos y de costurones. Que el Señor nos coja con el estómago vacío por si hay que potar y con suerte alguien nos compra la performance.
                                                                              José Miguel Casado ©
 
 

 

viernes, 25 de enero de 2013

Spiderman gordo


         Hace poco vi la última película de Spiderman y sinceramente no me gustó. El verdadero Spiderman soy yo. Lo que pasa es que con los tebeos y el cine se han exagerado mucho las cosas. Yo no había nacido cuando Stan Lee sacó el primer tebeo del hombre araña, allá por el 62, lo reconozco. Cuando me picó la araña radiactiva yo tenía veinte años. Al principio no sabía qué hacer pero busqué el teléfono del “padre” de Spiderman, Stan Lee y tras muchos rompimientos de sesera, lo llamé y se lo dije. Mira Stan me pasa esto, y me dijo que estaba loco de los nervios, pero nos vimos. El viaje a Nueva York con la familia fue muy bonito. Menos mal que no lo pagué yo, gracias al video que le mandé con mis poderes. La estatua de la libertad es más pequeña y más verde de lo que yo creía. Mi entrevista con Stan, fue en la cafetería en la que no tenían café, solo había whisky. Después de una accidentada demostración en vivo de mis superpoderes por los rascacielos de Nueva York, le dije que el mejor Spiderman lo dibujó Steve Ditko seguido de John Romita pero también le dije que lo iba a denunciar porque el hombre araña soy yo y tengo los mismos poderes o más que el de la película. Me parto los piños de verdad, así que quería mi parte del pastel. Todo esto acojonado no por el viejo Stan, que tenía setenta tacos cuando nos vimos sino por el armario empotrao de su guardaespaldas que no me quitaba ojo. Me dijo que aceptaba pero con la condición de llamarme Peter Parker y dejar de llamarme Jose Miguel. A mi madre no le va a gustar, le dije. Pero firmé. De esto hace ya veinte años. Imaginemos un hombre de veinte años con superpoderes por todo el cuerpo pecador de la pradera. Por todo. El protagonista de la última película del hombre araña es un tipo que parece sacado de un campo de concentración. Su tia May o lo tiene a dieta o el tio no es de mucho comer. Cuando la araña me picó no fue en ningún laboratorio raro de experimentos ultrasecretos de ninguna empresa privada financiada por un millonario bipolar. ¿Se imagina alguien a científicos españoles experimentando con arañas?, ¿o experimentando con nanotecnología?, ¿o experimentando simplemente?. Ni con arañas ni con mariquitas. Aquí no se invierte ni en el boli bic que escribe la I de la I+D+I. Así la fuga de cerebros es como un sarampión mal curado, que te rascas una roncha y te están picando ya cinco en las antípodas. El día del picotazo fue todo muy rápido. Recuerdo que sucedió un lunes a eso de las siete de la mañana, antes de ir a mi trabajo eventual. Al sacar el vaso de colacao del microondas ¡zás!, sentí un pinchazo en la palma de la mano. La araña murió de un pisotón pero murió picando. En el trabajo empecé a sentirme mal. Me dolía la cabeza y todo fue como lo que pasa en la peli. Calcado. Al llegar a mi casa no encontré las llaves y el dedo se me quedó pegado al timbre. Cuando me resbalé en la ducha y me salvé de un costalazo letal con una postura del Circo del Sol, empecé a preocuparme. Eso fue hace veinte años. Cuando me pasó todo esto, pesaba quince kilos menos. No soy americano. Para eso de los kilos los americanos son muy radicales o no engordan ni en un bufet libre de cinco comidas diarias, o están como planetas. No hay término medio. En esa época iba en bici, corría, tenía un trabajo eventual, iba al gimnasio, etc. Cuando veo al hombre araña americano hacer el pino en el filo de la azotea de un rascacielos, me llevo las manos a la cabeza y me entra un cosquilleo que me doblo. La última vez que hice eso fue en el tejado del ayuntamiento de mi pueblo ya como hombre araña autóctono. Perdí pie y me quedé colgado de las manecillas del reloj como Harold Lloyd. La gente miraba para arriba. Yo oía con mis superpoderes hasta lo que pensaban. Comentarios como, está loco se va a matar, o es que van a arreglar el reloj o, tengo que comprar el pan y un kilo jureles. Pero nadie dijo nada de ayudar al pobre muchacho que estaba colgado del reloj. Todo esto con un pijama rojo y azul de Spiderman claro, pero más chungo. En realidad eran unas mallas de running y un pasamontañas. Con el tiempo decidí prescindir del traje y todo ese rollo de héroe enmascarado y decidí ir de incógnito. Mimetizarme con el entorno. Cerveza y tapas de vez en cuando para despistar. Ser un transeúnte más. Un transeúnte con superpoderes. Un Spiderman secreta.
     Cuando eres un superhéroe estás muy solo y como no hay un sindicato o un bar de superhéroes donde hablar de nuestras cosas, tienes un inmenso mundo interior. Mi psicoanalista se coge unas palomitas y una cerveza cuando me está atendiendo. El tema de la gordura es la normal en una persona normal, aunque yo no sea normal. Lo que pasa que a mi estos superpoderes me dan mucha hambre. Es una reacción interna. Un mecanismo de defensa. No se si es por la producción de la tela de araña que me sale de las muñecas o por el entrenamiento.  Entrenar no entreno mucho. Lo típico en un hombre de mediana edad con mi físico. Lo que pasa es que si me pusiera a entrenar en serio se descubriría todo el pastel y eso es algo que un superhéroe tiene que llevar a rajatabla. El anonimato. Mi mujer no sabe nada pero se huele algo. Aquella vez que se le iba a caer la tarta de cumpleaños cuando resbaló y la cogí a ella, a la tarta, a la bandeja y a la botella de fanta con los vasos sin que nada tocara el suelo, me miró raro. Ahora no tengo la agilidad de antes. El Spiderman de los tebeos no envejece el muy cabrón. Hay superpoderes que hacen que no envejezcas pero yo si envejezco, aunque más lentamente. Tienes cuarenta y aparentas treinta y nueve. Es un proceso más lento. Además aunque tengas superpoderes te vuelves un hipocondríaco con la edad y al mínimo dolor ya estás en el médico. Cuando estás en la consulta don Ramón te dice con una sonrisa socarrona ¿pero otra vez por aquí?. Este es el pago por pasarme la infancia y la juventud leyendo tebeos de la Marvel. El caso es que la gente todavía ve las películas de Spiderman y sigue leyendo tebeos y viendo dibujos animados de superhéroes. Algo es algo. Y sé de buena tinta que hay más superhéroes ahí fuera. Pero eso solo lo sé yo.
                                                                                 José Miguel Casado ©
 

miércoles, 16 de enero de 2013

Ultramarinos


 
       Las legumbres se dividían pulcras y ordenadas como para pasar revista, en grandes canastos de esparto y cestos de mimbre. Garbanzos marciales, lentejas férreas y responsables y habichuelas desvencijadas. Los bacalaos colgaban del techo secos como la mojama, chacinas ilustres y algún que otro jamón. Quesos como ruedas macizas y morcillas recién hechas de la matanza, salchichones y longanizas. En un aparador había tres bandejas grandes y redondas como tres soles repletos de arenques en aceite y un espejo milagroso encima que multiplicaba lo que veías como si fueran panes y peces. Algún tonel de vino y botellas de vidrio repletas de leche. De las de traeme el casco. Anís y coñac y mantecados en Navidad. Casi todas las dueñas de ultramarinos se llamaban María. Tenía los ojos pequeños sobre grandes ojeras en una cara blanquecina de poco sol. Sobre un jersey de lana gris tenía un mandil gastado de tela de cuadritos verdes. Siempre un lápiz afilado a cuchillo en la oreja derecha y unas manos que sumaban más rápido que el rayo sobre un mostrador de madera tan vieja y sabia como las vigas del techo. El peso Mobba de esos con pesas de un sistema métrico casi olvidado y exacto que lo mismo pesaba kilos de tiempo que kilos de guisantes. Fideos a granel, patatas a granel, días a granel. Sacos de alubias y habas secas para las madres y  tigretones y bucaneros  para los niños. Y los cromos de los danones de la abeja Maya y de don Quijote. La primera vez que supe de las pizzas, cuando María le dijo a mi madre: Llévate esto que es como una torta y le pones lo que quieras y la metes en el horno. La primera pizza de la historia que entró en mi casa acabó un poco accidentada. La segunda salió mejor. Y los primeros espaghettis que ví. Olor a granero, a sal, a aceite y a cosas en conserva. Tomillo, romero y pimentón el Avión. Un niño de puntillas para ver si detrás del mostrador había mar y chocolate o ambas cosas. Siempre luz sepia de pocos watios derramada como líquida hasta el último rincón. Un cuarto kilo de café y medio de galletas también María. La cortina de tubitos de colores era la frontera. Dividía el mundo real de un mundo de olores metidos en papel de estraza y suelo ajedrezado salpicado de granos de maíz. También había un gato despistado con la mirada fija en el niño con gafas y pantalones de pana con rodilleras de escay.

                                                                                                                                                                                              José Miguel Casado ©
 

 

viernes, 4 de enero de 2013

Los Reyes Magos de aquí

      El Papa Benedicto XVI, en su afán de protagonismo dogmático se ha acostumbrado a que la gente se crea al dedillo todo lo que dice.  Según el santo pontífice aparte de que en el portal de Belén no había ni mula ni buey, ha dicho también que los reyes magos no eran de oriente, sino de occidente. Del tope del occidente que se conocía hace dos mil años. De la mismísima Bética o de Tarsis en Huelva. Lo ha dicho en su último best-seller. Me imagino a esos tres hombres no cualificados, el día que les tocó hacer el viaje a Belén. Porque antes de irse estaban en el paro. ¿Que no?.
     Sevilla 8:45 de la mañana. Hola ¿cómo os llamais?, yo me llamo Melchor. Yo soy Gaspar y yo Baltasar. Tu no eres de aquí. No. Soy inmigrante subsahariano de Senegal. Pues yo soy del mismo Cai, del barrio de la Viña. Y yo de Dos Hermanas, dice Gaspar mirando el vestíbulo de la multinacional donde les han citado en Sevilla. Por la megafonía se oye una voz femenina: Señores Melchor, Gaspar y Baltasar vayan a la oficina 1, les está esperando el señor, Zanchez. Hola buenas que nos han dicho en Adecco que viniéramos aquí porque este trabajo está muy bien pagao.  El señor Zanchez, con Z, lleva veinte años en Gobierno Divino S.A. acaba de escribir algo en un pergamino con una pluma de ganso y raudo y veloz se lo ha llevado un mensajero de la agencia de mensajería Seur Tartessos. Les hemos citado aquí, dice el señor Zanchez con Z, para que realicen un trabajo en el extranjero muy bien pagado por cierto. ¿En Germania? Dice Melchor alarmado, porque mi cuñao se ha tirao allí seis meses y se ha tenío que venir más pronto que deprisa porque ya está todo mu trillao. No caballeros, dice Zanchez con Z. En Palestina, pero no se asusten que está muy bien pagao y por la seguridad no se preocupen tampoco. Por mí vale, dice Baltasar, yo estoy ya harto del top manta y de vender paquetes de pañuelos a los carruajes de los caminos. Por mi también vale, dice Gaspar, yo llevo tres años en el paro y con tres churumbeles, así que pisha, dónde hay que firmar. Melchor los mira con los ojos muy abiertos y dice: donde hay dos carajotes puede haber tres asin que vamos ande sea. El señor Zanchez con Z, pasa a explicarles la operación. Ni que decir tiene o por si no lo saben que nuestra empresa trabaja para el Gobierno y lo representamos allí donde haga falta. Ustedes representarán a los reyes de Tartessos, ante la imposibilidad de que viajen ellos en persona por razones de Estado. Les explico. José es un jubilado de nuestra empresa que nos ha hecho durante más de treinta años todos los trabajos de carpintería, entre ellos el harén de Tarsis es obra suya. Ahora se jubila, y queremos hacerle un regalo por el nacimiento de su hijo y por su jubilación.  José vive en Palestina, donde teneis que ir. Los tres candidatos se miran con sorpresa. Ya he hablao yo con Adecco y se os pagará un 50% ahora y el otro 50% a la vuelta. Teneis todo tipo de apoyo logístico y de personal para tan largo viaje. Los regalos que teneis que llevar son tres cofres con oro, incienso y mirra. Otra cosa. A José le gusta el ilusionismo así que también le vais a llevar un juego de magia Borrás, pero antes de dárselo le haréis dos o tres trucos para impresionarlo. Nuestro monitor de magia les enseñarán los trucos. Si hacen bien este trabajo, después pasarán a fijos discontínuos con nosotros. Buena suerte caballeros. Gracias señor Zanchez.
      Una vez en camino, Melchor Expósito, soltero, 45 años del barrio de la Viña de Cádiz, Gaspar Cogolludo, de Dos Hermanas, 39 años, casado y con tres hijos y Baltasar N´Dour 35 años casado y con un hijo en Dakar, Senegal, salen de Sevilla con una comitiva de diez mulas y tres camellos. Los acompañan una patrulla de lanceros tartessos hasta la desembocadura del Guadalquivir donde embarcarán en una trirreme que los llevará hasta el puerto de Tiro en Fenicia. Seguirán ruta hasta Nazaret en Galilea donde se supone que vive el tal José. Luego se llevarán la sorpresa de que la familia no está allí y tendrán que buscarlos si quieren cobrar, aunque sea por medio de una ETT.  Ya dentro del barco los tres compadres y todo el séquito se acomodan como pueden. Entre tanto remero y tanto animal aquello parece el arca de Noé. Me pellizco y no me lo creo quillo, dice Melchor, yo estoy aquí porque no encuentro na de na. Ni de pintor de cariátides joé. Lo que pasa es que el bicho este del barco me marea un poco. No preocuparte, dice Baltasar, yo vine en patera y ya acostumbrado. Melchor está ensimismado como soñando despierto. Lavin pisha que braguetaso hemos dao. Cuatrosientos sincuenta sestersios ahora y otros cuatrosientos sincuenta cuando vengamos. Cazi ná al aparato. Eso si espero estar de vuelta para antes del carnaval quillo. Mi amigo Nicolás también lo llamaron de otra ETT para trabajar en algo parecido. Repartir también mogollón de regalos y eso. Algo parecido a lo nuestro solo que él tenía que hacer el trabajo solo, con un disfraz rojo y en turno de noche. Tenía que ir solo y además estaba gordo como una camella preñada, no sé cómo pudo terminar el trabajo.
     Nazaret, 11:35 de la mañana. La caravana llega a la ciudad un poco azorados y polvorientos por el viaje desde tierras tan lejanas. Un día normal en una ciudad con mercado y gente que va arriba y abajo. Le preguntan estérilmente a un hombre con turbante que les contesta si quieren una alfombra de Mesopotamia buena, bonita y barata insistentemente como unas veinticinco veces. Gaspar lo mira y le dice que es más pesao que un acreedor argentino. Después le preguntan a una mujer que vendía licor de coco ¿José el carpintero? Sí, ahí al lado está su carpintería pero salió hace unos días hacia Judea, con su esposa embarazada, iban en una burra. En la carpintería cerrada a cal y canto había un letrero de “Se alquila este local”. Era una construcción de adobe no muy grande, de unos cien metros cuadrados rodeado de casitas bajas y alguna que otra palmera. Los tres reyes magos se miran con los ojos muy abiertos ¿qué hacemos quillo?, dice Gaspar. Yo que zé qué vamos a hacer habrá que zeguir pa donde zea zi no ya zabeis ustedes. Baltasar dice que ese sitio le recuerda un poco a su tierra pero que él quiere seguir hasta encontrar a José y entregarle su regalo de jubilación. En eso que Melchor le sigue dando vueltas a que este José tiene que ser algo más que carpintero porque la que han liao para entregar un regalo de jubilación no es normal. Que con un reloj de oro enviado por Speed Tartessos hubiera bastao. Pero tenemos que ir tres tios como tres castillos a entregar tres cofrecitos con oro, incienso y mirra. No lo veo normal. ¿Quillo para qué querrán el incienso y la mirra? Pues pa qué va a ser, porque por aquí no escasea y es pa echárselo a los guisos. Pero si no es por José. Es para que veais el poder que tiene una multinacional, dice Melchor con cara de admiración.
     Tres días de camino y tres tormentas de arena después salen de Betania y se dirigen a Belén, la última ciudad antes de entrar en el desierto de Judea. ¿Estais seguros que estamos en el buen camino?. Según el guía Barrabás están en el camino correcto. La noche cae sobre la comitiva de los tres reyes. En el cielo estrellado aparece un resplandor inesperado. Una luz que raya el cielo lentamente y que poco a poco les hace mirar hacia arriba y seguir su rastro. Qué es eso, qué es eso, grita Baltasar desesperado y con los ojos muy abiertos. Joer pisha no me acordaba, dice Gaspar. Baltasar está mirando el cielo asustado como si hubiera visto al mismísimo demonio. Eso es el cometa Halley, prosigue Gaspar. Me lo dijo mi Manolito que le gusta la astronomía y le hemos comprao un telescopio. Sin darse cuenta entran en Belén que es una pequeña aldea, y ven una fogata bajo un dintel rocoso, cerca hay dos mulas y dos bueyes descansando en el suelo.  Allí preguntan a un hombre de unos cuarenta años con barba canosa y túnica marrón. Me llamo José hijo de Jacob. Carpintero de profesión. Bieeeeeeeeeen. Todos estallaron al encontrar a José. Venimos en representación de los reyes Tartessos y de la empresa Gobierno Divino S.A. ¿Gobierno Divino S.A.? pero si yo trabajé en esa empresa más de treinta años. Les hice el harén de Tarsis entre otras cosas.  Nos han mandado para hacerle unos regalos por su jubilación y por el nacimiento de su hijo, dice Melchor mientras mezcla una baraja de cartas. Elija una carta José, que le voy a hacer un truco de magia. Detrás de Melchor está Gaspar ensayando otro truco de magia con Baltasar, pero maldicen la hora en que aprendieron a hacer trucos de magia porque no les sale ni uno. Después de la magia se acercan a ver a una mujer que había unos metros detrás. María, la mujer de José, de unos veinte años, guapísima y con el pelo rubio oculto tras un turbante azul, estaba sentada con un bebé en sus brazos. Menuda gachí dice Baltasar por lo bajini. ¿Cómo se llama el niño? -Vanessa. Melchor, Gaspar y Baltasar se miran y se cuestionan si se habrán equivocado, se cuestionan si el viaje habrá servido para algo y sobre todo si les pagarán los cuatrocientos cincuenta sestercios que les deben. ¿Seguro que se llama Vanessa?. Pero si nos dijeron que iba a ser niño. Y a nosotros, pero se ve que no tenemos esos adelantos todavía, dice la mujer resignada. ¿Ahora como busco yo al ángel que nos dijo que iba a ser niño y que le pusiéramos por nombre Jesús?, porque si me lo echo a la cara le meto dos guantás que se acuerda de mí. Con el montón de ropica de niño que tenemos ya comprá. Un par de pastores que pasan por ahí miran la escena mientras llevan el rebaño al establo y muy educados dicen buenas noches.
                                                                                   José Miguel Casado ©