domingo, 1 de julio de 2012

Dietas (transit gloria mundi)


        Tengo un amigo de los que funden la luz del frigorífico,  que me convenció para hacer una dieta ambos al unísono. No ya por estética sino por salud. Le dije que el verano es muy malo para las dietas. Y el invierno y la primavera y el otoño, me respondió. Cuando decidimos cambiar de vida con una dieta, nuestro cuerpo se convierte en una montaña rusa de cambios físicos y mentales de la muerte. En el variado mercadillo de las dietas recurrimos principalmente a las gratuitas y posteriormente si nuestro amor propio cae herido en la batalla y se nos va un poco la cabeza, a las dietas pagadas con médico endocrino incorporado de a cincuenta euros la consulta. Precio que soltamos no sin cierto escozor. En la consulta, el endocrino te pregunta si eres más de dulces o de salados. Yo soy más de salado mire usted. Mis cervecillas con mis anchoas en vinagre antes que una vida en dulce. Te coge con un aparato un pellizco de michelín y te dice que es para medir la grasa. Te mide el perímetro planetario abdominal mientras se te queda cara de Benny Hill y recoges tu dignidad del suelo con una espátula. Ya no te atreves a mirarlo a la cara nunca más.  En el maravilloso mundo de las dietas las hay desde la desaborida dieta de la alcachofa, la dieta física del serrucho hasta llegar a la multiventas y exuberante dieta del doctor Dukan, en la que dices ¿esto es una dieta o una bacanal romana? sin olvidar la de su antagonista la del doctor Cohen. Estos dos están siempre tirándose de los pelos como dos divas histéricas de las dietas. Otra modalidad son los remedios revolucionarios en forma de pastillas anunciadas por una exgorda famosa pero que a los pocos días la ves en directo y vuelve a estar gorda y reventona. O esas pastillas, adverbio de lugar, a euro cada una, en las que no puedes tener vida social porque te vas de vareta y tienes que llevar un pañal XXL. La farmacéutica te advierte con los ojos entornados y muy seria como en una cita apocalíptica que “tienes que comer un poco de grasilla porque es mejor para ti”. Sales de la farmacia asustado. Ni con grasilla ni sin grasilla. Estás en el retrete cada diez minutos como un Juan Palomo que se ha envenenado con su propio remedio. A modo de advertencia decir que en los nuevos centros comerciales los valientes emprendedores se agrupan en círculo como las carretas en el lejano oeste cuando atacaban los indios y tenemos en el mismo sitio desde las tiendas de ropa, relojerías, tiendas de lencería vibratoria parisina, hasta cebaderos de comida al por mayor, cebaderos de comida mexicana,  china o mora, sin olvidar ese instrumento del diablo llamado heladería o tiendas de gourmets. En el pack del centro comercial no se olvidan incluir la penitencia con los mega-gimnasios acristalados en los que ves a la gente sudando y moviéndose a la vez al compás de alguna música diabólica que les prometiera el Valhalla lleno de orondas valkirias rubias. Otra moda de los centros comerciales es acristalar los gimnasios para que la gente no pierda detalle. Falta acristalar las duchas. Y nos encontramos desde la pareja con el carricoche de bebé comiéndose un helado viendo a la gente hacer gimnasia hasta los vejetes con bastón que han dejado de visitar las obras callejeras porque han descubierto el filón de los gimnasios de centros comerciales. La verdad es que lo más duro son las primeras semanas de dieta en las que pierdes días en vez de kilos. Cada nuevo día es amanecer en Vietnam. Es un ejercicio de voluntad titánica en el que no estás solo pero solo tú eres el que atraviesa la selva llena de charlys y de trampas de verduras mortíferas.  Los desayunos (silencio dramático) son parecidos a los de una vida normal, lo malo son las comidas y las cenas.  Son cinco comidas al día (risas). Rigurosamente cierto si a una manzana la consideramos una comida. Y el médico convenciéndote el infeliz en que son cinco comidas al día y que no pasarás hambre. Pero qué me estás contando. Las comidas son desde el sempiterno y triste pollo con arroz hasta las incomprendidas habas verdes otrora con jamón ahora con panga, ese recién descubierto y tan socorrido pez que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Lo que pasa es que la gente no sabe donde y como se cria la panga. Se sustituye la bendita sartén por la triste y odiosa olla al vapor que es como sustituir el AVE por la locomotora de vapor. Las cenas son también una travesía por el desierto de Atacama, llenas de cosas verdes o con forma de berenjena, panes integrales, peces integrales y demás cosas vacías integrales. Te comes un kilo de aire integral con la misma elegancia y dignidad que si te comieras un solomillo. Pero no. Te llena pero te sientes vacío.  Menos mal que el deporte no me disgusta. Andar y poco más.  Sin llegar a los desafíos de Jesús Calleja ni al enlatado gimnasio. La gente por la calle mira de reojo a los gordos como si vieran una obra de arte andando. El que no se consuela es porque no quiere. ¿Quién no conoce a un gordito bonachón?. Si es que somos de lo que ya no hay, madre. Además donde se ponga un buen culo que se quite una talla 40. Al final sigues siendo ese gorrión de cien  kilos (aprox.) que sueña con pieles de naranja humanas, carnes llenas de curvas y redondeces esféricas, sílfides de Boticelli y de Botero, pollos asados doraditos con patatas panaderas, paisajes nevados de ensaladilla rusa o mundos a la brasa con gambas al ajillo, plagas bíblicas de croquetas, de flamenquines y de jamón asado  con ríos de cerveza fría. La vida es un menú. Qué si no.

                                         José Miguel Casado ©