Tengo un amigo
de los que funden la luz del frigorífico,
que me convenció para hacer una dieta ambos al unísono. No ya por
estética sino por salud. Le dije que el verano es muy malo para las dietas. Y
el invierno y la primavera y el otoño, me respondió. Cuando decidimos cambiar
de vida con una dieta, nuestro cuerpo se convierte en una montaña rusa de
cambios físicos y mentales de la muerte. En el variado mercadillo de las dietas
recurrimos principalmente a las gratuitas y posteriormente si nuestro amor
propio cae herido en la batalla y se nos va un poco la cabeza, a las dietas
pagadas con médico endocrino incorporado de a cincuenta euros la consulta. Precio
que soltamos no sin cierto escozor. En la consulta, el endocrino te pregunta si
eres más de dulces o de salados. Yo soy más de salado mire usted. Mis
cervecillas con mis anchoas en vinagre antes que una vida en dulce. Te coge con
un aparato un pellizco de michelín y te dice que es para medir la grasa. Te
mide el perímetro planetario abdominal mientras se te queda cara de Benny Hill
y recoges tu dignidad del suelo con una espátula. Ya no te atreves a mirarlo a
la cara nunca más. En el maravilloso mundo
de las dietas las hay desde la desaborida dieta de la alcachofa, la dieta
física del serrucho hasta llegar a la multiventas y exuberante dieta del doctor
Dukan, en la que dices ¿esto es una dieta o una bacanal romana? sin olvidar la
de su antagonista la del doctor Cohen. Estos dos están siempre tirándose de los
pelos como dos divas histéricas de las dietas. Otra modalidad son los remedios
revolucionarios en forma de pastillas anunciadas por una exgorda famosa pero
que a los pocos días la ves en directo y vuelve a estar gorda y reventona. O
esas pastillas, adverbio de lugar, a euro cada una, en las que no puedes tener
vida social porque te vas de vareta y tienes que llevar un pañal XXL. La
farmacéutica te advierte con los ojos entornados y muy seria como en una cita
apocalíptica que “tienes que comer un poco de grasilla porque es mejor para
ti”. Sales de la farmacia asustado. Ni con grasilla ni sin grasilla. Estás en
el retrete cada diez minutos como un Juan Palomo que se ha envenenado con su
propio remedio. A modo de advertencia decir que en los nuevos centros
comerciales los valientes emprendedores se agrupan en círculo como las carretas
en el lejano oeste cuando atacaban los indios y tenemos en el mismo sitio desde
las tiendas de ropa, relojerías, tiendas de lencería vibratoria parisina, hasta
cebaderos de comida al por mayor, cebaderos de comida mexicana, china o mora, sin olvidar ese instrumento del
diablo llamado heladería o tiendas de gourmets. En el pack del centro comercial
no se olvidan incluir la penitencia con los mega-gimnasios acristalados en los
que ves a la gente sudando y moviéndose a la vez al compás de alguna música diabólica
que les prometiera el Valhalla lleno de orondas valkirias rubias. Otra moda de
los centros comerciales es acristalar los gimnasios para que la gente no pierda
detalle. Falta acristalar las duchas. Y nos encontramos desde la pareja con el
carricoche de bebé comiéndose un helado viendo a la gente hacer gimnasia hasta
los vejetes con bastón que han dejado de visitar las obras callejeras porque
han descubierto el filón de los gimnasios de centros comerciales. La verdad es
que lo más duro son las primeras semanas de dieta en las que pierdes días en
vez de kilos. Cada nuevo día es amanecer en Vietnam. Es un ejercicio de voluntad
titánica en el que no estás solo pero solo tú eres el que atraviesa la selva
llena de charlys y de trampas de verduras mortíferas. Los desayunos (silencio dramático) son
parecidos a los de una vida normal, lo malo son las comidas y las cenas. Son cinco comidas al día (risas). Rigurosamente
cierto si a una manzana la consideramos una comida. Y el médico convenciéndote
el infeliz en que son cinco comidas al día y que no pasarás hambre. Pero qué me
estás contando. Las comidas son desde el sempiterno y triste pollo con arroz
hasta las incomprendidas habas verdes otrora con jamón ahora con panga, ese
recién descubierto y tan socorrido pez que lo mismo sirve para un roto que para
un descosido. Lo que pasa es que la gente no sabe donde y como se cria la panga.
Se sustituye la bendita sartén por la triste y odiosa olla al vapor que es como
sustituir el AVE por la locomotora de vapor. Las cenas son también una travesía
por el desierto de Atacama, llenas de cosas verdes o con forma de berenjena,
panes integrales, peces integrales y demás cosas vacías integrales. Te comes un
kilo de aire integral con la misma elegancia y dignidad que si te comieras un
solomillo. Pero no. Te llena pero te sientes vacío. Menos mal que el deporte no me disgusta. Andar
y poco más. Sin llegar a los desafíos de
Jesús Calleja ni al enlatado gimnasio. La gente por la calle mira de reojo a
los gordos como si vieran una obra de arte andando. El que no se consuela es
porque no quiere. ¿Quién no conoce a un gordito bonachón?. Si es que somos de
lo que ya no hay, madre. Además donde se ponga un buen culo que se quite una
talla 40. Al final sigues siendo ese gorrión de cien kilos (aprox.) que sueña con pieles de naranja
humanas, carnes llenas de curvas y redondeces esféricas, sílfides de Boticelli
y de Botero, pollos asados doraditos con patatas panaderas, paisajes nevados de
ensaladilla rusa o mundos a la brasa con gambas al ajillo, plagas bíblicas de
croquetas, de flamenquines y de jamón asado
con ríos de cerveza fría. La vida es un menú. Qué si no.
José Miguel Casado ©