sábado, 19 de octubre de 2013

Autobús II


      A las diez y cuarto de la mañana llega a su penúltima parada el autobús 33 que pasa por la puerta del hospital. El día es soleado con unos agradables quince grados que hacen que Isabel vea la vida con un poco más de optimismo. Pero solo un poco. Se sienta por los asientos del final con su hijo Marcos de quince años y van a urgencias porque el chico se ha puesto un ojo morado. Van en autobús porque su coche está en el taller y porque no tiene ganas de pagar un taxi, además lo de Marcos no es a vida o muerte. El ojo morado con un poco de derrame por el pómulo y por la frente, es porque su hijo llegó a casa y llamó al portero automático pero como había un corte de luz, su madre le tiró las llaves desde la ventana. Viven en un cuarto piso. Marcos miró para arriba y lo único que recuerda es oscuridad y dolor. El manojo de llaves bajando a su “libre albedrío” a ciento cincuenta por hora multiplicaron su peso en proporción geométrica. Como un obús hacia el ojo del chico. Un puño metálico compuesto por la llave de la puerta del portal, la llave de la puerta de casa, la llave del garaje, la llave del trastero, la llave de la casa de la abuela y la llave del buzón. Ahí estaban todas. Seis llaves como seis miuras, de todos los tamaños desde la más grande a la más pequeña. Lo gordo llegó cuando detrás de las llaves vino el llavero que lo remató como un tiro de gracia efectuado con un martillo pilón. Ese Cristo de Medinaceli de diez centímetros de madera y metal cayendo a plomo sobre un solo ojo. Cuando lo vieron en el centro de salud lo vieron demasiado morado y lo derivaron a urgencias, pero como no había ni una ambulancia han tenido que ir en autobús. Marcos está dolorido, tiene el ojo como si Mike Tyson hubiera aplaudido sobre él.

     El conductor del autobús es un hombre enjuto como un junco con gafas de sol y masca chicle con la boca abierta. Va oyendo en la radio las noticias de la mañana y no tiene la mente ni en las noticias ni en el autobús. Está en un limbo típico de los conductores, igual que cuando miramos el reloj y luego no sabemos la hora que es.

     Hay una mujer mayor que ocupa casi dos asientos y va pensando en lo que va a cocinar hoy. Viene de caminar, ha ido andando a un kilómetro de su casa y se viene en autobús porque se ha cansado. Le duelen las piernas pero el médico le ha dicho que ande por lo de la diabetes y por la hipertensión. Justo detrás de ella hay dos mujeres jóvenes con dos colas altas en el pelo y dos moños muy coloridos. Hablan muy fuerte y con acento barriobajero. -Pues no me llama la Pili mientras estaba haciendome las uñas y wasseando. Un hombre de mediana edad y con gafas de pasta las mira y luego mira hacia la calle. Tiene que pensar en la pensión que tiene que pasar a su mujer y a su hija porque se acaba de divorciar. Trabaja en una empresa de limpieza en la que gana ochocientos euros con un jefe que es un cabrón porque lo explota y porque le paga cuando quiere. Hoy es su día de descanso. Trabaja diez horas al día, seis días a la semana y descansa uno, ya sea lunes o domingo. Al buen hombre se le saltan las lágrimas de ver que su hija va creciendo y no puede darle todo lo que quiere. Se fija en un coche que hay aparcado en doble fila. Ve salir a dos hombres de un banco corriendo con la cara tapada y se meten en el coche mal aparcado. Salen a toda velocidad, saltándose todos los semáforos en rojo. El hombre de las gafas que va en el autobús rebobina su memoria a corto plazo y se da cuenta que acaba de ver unos atracadores escapando. Piensa que terminará haciendo lo mismo porque no tiene para pagar las facturas y porque le da igual ir a la cárcel si lo pillan. Su compañero de trabajo es el único que podría ayudarle pero no está muy centrado porque todo lo que gana se lo gasta en el puticlub Sandra´s, y tiene menos cerebro que un mosquito con dos copas. El conductor del autobús estornuda y se le cae el chicle y las gafas de sol y por poco se lleva por delante una farola, un policía local y un taxidermista que venía de comprar un juego de bisturís y quisquillas de Motril en la pescadería.
                                                                                                   José Miguel Casado ©



 

 

sábado, 12 de octubre de 2013

TAXI DRIVER


     El frío de siete grados con cielo nublado de gris plomo y el olor a madera quemada de chimenea, hace que la fase REM  mañanera dure varias horas.  Por la mañana, muy temprano se suben cinco personas en un taxi monovolumen de ocho plazas, sinónimo de que es el taxi de un pueblo alejado de la capital y pasa recogiendo pasajeros por otros tres pueblos. Siempre que haya plazas de sobra, claro. Suelen ser viajes para consultas médicas o para papeleos. En el asiento delantero se sienta una mujer mayor que no para de hablar con el conductor. De las ocho plazas de la Mercedes Vito hay seis ocupadas. Cinco son gente mayor que va al médico y el conductor. El taxista se llama Eusebio y lleva treinta años haciendo lo mismo pero tiene el inconveniente que casi no cabe en el asiento. Su barriga ha adquirido dimensiones planetarias porque no se cuida y se come casi todo lo que tenga tres dimensiones. Eusebio come cuando tiene hambre, como Alejandro Magno, dice él mismo en un intento de lavar su imagen de tragón. Le pille donde le pille. Hay noches que se desvela, se levanta como un autómata hacia el frigorífico y coge el taper del cocido de garbanzos que sobró del almuerzo o, en caso de no haber taper, cualquier longaniza. Le da igual la hora que sea. Eusebio coge el sueño cuando come. Igual que el sueño que entra en la sobremesa viendo una película del oeste. Su perdición es la comida y la bebida. La cerveza fresquita y el whisky con algo, siempre están en su mente como su familia y no se le van ni con agua fuerte. Su mujer le grita ya directamente que cualquier día le va a dar algo, que haga el favor, que ya no tiene edad, pero no. Como si le gritara una china mandarina.

      Los ciento treinta kilómetros que hay desde el pueblo a la ciudad están llenos de curvas y cualquier día va a tener un disgusto. Como dato, decir que  prácticamente el cien por cien de los pasajeros que lleva cada día, son temerosos de Dios y si pasa algo los va a pillar a todos en el derrape, rezando. Casi seguro. Así que el taxista ya ha contado con este dato por si acaso.

     Paquita es la mujer que viaja de copiloto, tiene setenta años y va al médico de los huesos porque está fatal de la artrosis y de los nervios. La estampa que le ofrece Eusebio con la barriga pegada al volante y regurgitando cada dos por tres, algo que comió después del desayuno, no la tranquiliza. Para colmo no deja de mirar con angustia el taxímetro aunque nunca recuerda que el trayecto del pueblo a la capital vale un precio fijo. Pero le da igual. El taxímetro la hunde en una angustia patológica.

     El pasajero Antonio tiene ochenta años y va a la ciudad a ver al médico de la próstata porque se mea cada dos por tres. Su hija Pepa lo acompaña y va a tener que parar el taxi de Eusebio cada media hora como poco. Antonio le dice a Eusebio que por él, puede correr porque tiene prisa. Mientras dice eso mira una por una las caras de todos los presentes, con un ligero tembleque de mandíbula. A su lado se sienta Julio, un hombre de ochenta y dos años que va al médico de la cabeza como él dice, porque no está muy bien. Tiene un poco de bipolaridad y republicanismo, reconoce. A veces soy republicano y a veces monárquico por eso soy bipolar. Julio no está muy bien. Un día se escapó de casa y lo encontraron en Gibraltar porque quería recuperar el peñón él solo. Lo sacaron de allí vociferando tacos contra los ingleses. También va en el taxi escoltado por su hija María. El taxista les recuerda como si fuera un padre que va a la playa con la familia un domingo por la mañana, que se abrochen los cinturones que van a despegar. Las mujeres se santiguan. Eusebio no deja de tener ardores y pone un disco de Nino Bravo. Tararea la canción “Noelia” y se le saltan las lágrimas. Eusebio es como una enorme esfera de vainilla embutida dentro de un coche. Está calvo y tiene un exiguo bigote que mueve cuando se echa a la boca unos conguitos que sus dedos regordetes han cogido de la guantera. Paquita, la mujer que va a su lado no deja de lanzar miradas angustiosas al chófer y al taxímetro, alternativamente. Dejadlo que cante. Callaros, dice Julio el hombre de ochenta y dos años que está un poco loco. Eusebio mastica mientras conduce. Ahora tararea “América”, de Nino Bravo.
                                                                             José Miguel Casado ©


sábado, 5 de octubre de 2013

Autobús I


     Por la ventana del autobús se ven las personas muy rápido y en los semáforos en rojo cuando se para, se ven como en un documental. Un documental de gente corriente. Vemos sus movimientos como en un safari urbano en el que el observador pasa desapercibido. El que mira, cierra los ojos para retener una imagen como una foto grabada en la retina. Varias veces. Varias fotos. Hay una mujer mayor con un carro de la compra parada en un semáforo. La acompaña un hombre joven que le lleva otras dos bolsas. Hablan de papá que está un poco pachucho de las rodillas. También hablan del trabajo del hijo porque le quedan dos meses para que le cumpla el contrato y se le está poniendo mal cuerpo de pensarlo. Semáforo verde. Cruzan al otro lado de la calle y se pierden por una callejuela de adoquines.

     Un hombre mayor con rebeca de lana marrón y zapatos sin brillo, pasea un perro pequeño que se ha cagado en medio de la acera. Una mujer lo mira como si lo escaneara y sigue andando. El hombre la mira por detrás. Saca una bolsa como el que paga una fianza para salir de la cárcel y coge la cagada del perro. A pocos metros frente a él unos hombres encorbatados  vienen alegres como tunos y observan al hombre del perro, divertidos. Vienen de desayunar y vuelven al tajo en un banco. El hombre del perro los sigue con la mirada y piensa que ojalá pudiera atracar un banco porque ya está hasta los huevos. Piensa en sus hijos que han tenido que volver a casa porque se han quedado sin trabajo y sin casa. Todos viven de su pensión. 

     Una chica con un mandil negro va por la acera con un vaso grande de café con leche. Es peluquera tiene veintisiete años y hoy está contenta porque es viernes. Aunque tenga que trabajar todos los sábados por la mañana, está alegre. El efecto terapéutico de la cercanía del fin de semana es un hecho comprobado. Menos en las cajeras de supermercado con turno de tarde. Turno de sábado por la tarde. Aun así la gente está contenta los viernes. Es un remedio que la psicología moderna aún no ha tenido en cuenta. La peluquera  está contenta aunque su tiempo de descanso lo tenga que pasar de pie en la peluquería y tomándose el café con las clientas. Incluso con la vieja de ochenta años que va todos los viernes a peinarse y que es una vieja facha. No pasa un viernes sin que se acuerde de Franco y diga que antes se vivía mucho mejor. Es dueña de un bloque de pisos todos alquilados, viuda de un médico que murió hace ya cinco lustros y le dejó el bloque de pisos y un chalé en la playa. Un chalé con jardines y piscina que compraron en 1965. Tiene dos hijos. La hija vive en Madrid, es abogada y su hijo vive con ella y administra sus rentas.

     El autobús pega un frenazo porque un niño ha hecho ademán de cruzar la calle pero se ha quedado en la acera y el conductor se ha cagado en su puta madre mentalmente. Los viajeros se han alborotado. Con el frenazo, la gente que iba dentro del autobús ha seguido moviéndose a cuarenta por hora y se ha liado un sin dios. El niño le enseña el dedo corazón al conductor. El documental se ha convertido en una película de los hermanos Marx. Un chino hablaba en chino con un hombre que se parecía a Jack Lemmon. La extraña pareja, qué gran película. Una mujer se ha hecho daño en una rodilla con la barra del autobús. Una monja se ha presignado porque ha oído el taco que ha soltado una vieja bajita con gafas y moño, toda vestida de negro y que por poco se le cae la dentadura. El chino le ha dicho que se calme en chino y la vieja se ha quedado paralizada unos segundos eternos, agarrada a la barra y con la rodilla levantada.
                                                                         José Miguel Casado ©