El frío de siete grados con cielo nublado
de gris plomo y el olor a madera quemada de chimenea, hace que la fase REM mañanera dure varias horas. Por la mañana, muy temprano se suben cinco
personas en un taxi monovolumen de ocho plazas, sinónimo de que es el taxi de
un pueblo alejado de la capital y pasa recogiendo pasajeros por otros tres
pueblos. Siempre que haya plazas de sobra, claro. Suelen ser viajes para
consultas médicas o para papeleos. En el asiento delantero se sienta una mujer
mayor que no para de hablar con el conductor. De las ocho plazas de la Mercedes
Vito hay seis ocupadas. Cinco son gente mayor que va al médico y el conductor.
El taxista se llama Eusebio y lleva treinta años haciendo lo mismo pero tiene
el inconveniente que casi no cabe en el asiento. Su barriga ha adquirido
dimensiones planetarias porque no se cuida y se come casi todo lo que tenga
tres dimensiones. Eusebio come cuando tiene hambre, como Alejandro Magno, dice
él mismo en un intento de lavar su imagen de tragón. Le pille donde le pille.
Hay noches que se desvela, se levanta como un autómata hacia el frigorífico y
coge el taper del cocido de garbanzos que sobró del almuerzo o, en caso de no
haber taper, cualquier longaniza. Le da igual la hora que sea. Eusebio coge el
sueño cuando come. Igual que el sueño que entra en la sobremesa viendo una
película del oeste. Su perdición es la comida y la bebida. La cerveza fresquita
y el whisky con algo, siempre están en su mente como su familia y no se le van
ni con agua fuerte. Su mujer le grita ya directamente que cualquier día le va a
dar algo, que haga el favor, que ya no tiene edad, pero no. Como si le gritara
una china mandarina.
Los
ciento treinta kilómetros que hay desde el pueblo a la ciudad están llenos de
curvas y cualquier día va a tener un disgusto. Como dato, decir que prácticamente el cien por cien de los
pasajeros que lleva cada día, son temerosos de Dios y si pasa algo los va a
pillar a todos en el derrape, rezando. Casi seguro. Así que el taxista ya ha
contado con este dato por si acaso.
Paquita es la mujer que viaja de copiloto,
tiene setenta años y va al médico de los huesos porque está fatal de la artrosis
y de los nervios. La estampa que le ofrece Eusebio con la barriga pegada al
volante y regurgitando cada dos por tres, algo que comió después del desayuno,
no la tranquiliza. Para colmo no deja de mirar con angustia el taxímetro aunque
nunca recuerda que el trayecto del pueblo a la capital vale un precio fijo. Pero
le da igual. El taxímetro la hunde en una angustia patológica.
El pasajero Antonio tiene ochenta años y
va a la ciudad a ver al médico de la próstata porque se mea cada dos por tres. Su
hija Pepa lo acompaña y va a tener que parar el taxi de Eusebio cada media hora
como poco. Antonio le dice a Eusebio que por él, puede correr porque tiene
prisa. Mientras dice eso mira una por una las caras de todos los presentes, con
un ligero tembleque de mandíbula. A su lado se sienta Julio, un hombre de
ochenta y dos años que va al médico de la cabeza como él dice, porque no está
muy bien. Tiene un poco de bipolaridad y republicanismo, reconoce. A veces soy
republicano y a veces monárquico por eso soy bipolar. Julio no está muy bien. Un
día se escapó de casa y lo encontraron en Gibraltar porque quería recuperar el
peñón él solo. Lo sacaron de allí vociferando tacos contra los ingleses.
También va en el taxi escoltado por su hija María. El taxista les recuerda como
si fuera un padre que va a la playa con la familia un domingo por la mañana, que
se abrochen los cinturones que van a despegar. Las mujeres se santiguan.
Eusebio no deja de tener ardores y pone un disco de Nino Bravo. Tararea la
canción “Noelia” y se le saltan las lágrimas. Eusebio es como una enorme esfera
de vainilla embutida dentro de un coche. Está calvo y tiene un exiguo bigote
que mueve cuando se echa a la boca unos conguitos que sus dedos regordetes han
cogido de la guantera. Paquita, la mujer que va a su lado no deja de lanzar
miradas angustiosas al chófer y al taxímetro, alternativamente. Dejadlo que
cante. Callaros, dice Julio el hombre de ochenta y dos años que está un poco
loco. Eusebio mastica mientras conduce. Ahora tararea “América”, de Nino Bravo.
José
Miguel Casado ©
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