sábado, 12 de octubre de 2013

TAXI DRIVER


     El frío de siete grados con cielo nublado de gris plomo y el olor a madera quemada de chimenea, hace que la fase REM  mañanera dure varias horas.  Por la mañana, muy temprano se suben cinco personas en un taxi monovolumen de ocho plazas, sinónimo de que es el taxi de un pueblo alejado de la capital y pasa recogiendo pasajeros por otros tres pueblos. Siempre que haya plazas de sobra, claro. Suelen ser viajes para consultas médicas o para papeleos. En el asiento delantero se sienta una mujer mayor que no para de hablar con el conductor. De las ocho plazas de la Mercedes Vito hay seis ocupadas. Cinco son gente mayor que va al médico y el conductor. El taxista se llama Eusebio y lleva treinta años haciendo lo mismo pero tiene el inconveniente que casi no cabe en el asiento. Su barriga ha adquirido dimensiones planetarias porque no se cuida y se come casi todo lo que tenga tres dimensiones. Eusebio come cuando tiene hambre, como Alejandro Magno, dice él mismo en un intento de lavar su imagen de tragón. Le pille donde le pille. Hay noches que se desvela, se levanta como un autómata hacia el frigorífico y coge el taper del cocido de garbanzos que sobró del almuerzo o, en caso de no haber taper, cualquier longaniza. Le da igual la hora que sea. Eusebio coge el sueño cuando come. Igual que el sueño que entra en la sobremesa viendo una película del oeste. Su perdición es la comida y la bebida. La cerveza fresquita y el whisky con algo, siempre están en su mente como su familia y no se le van ni con agua fuerte. Su mujer le grita ya directamente que cualquier día le va a dar algo, que haga el favor, que ya no tiene edad, pero no. Como si le gritara una china mandarina.

      Los ciento treinta kilómetros que hay desde el pueblo a la ciudad están llenos de curvas y cualquier día va a tener un disgusto. Como dato, decir que  prácticamente el cien por cien de los pasajeros que lleva cada día, son temerosos de Dios y si pasa algo los va a pillar a todos en el derrape, rezando. Casi seguro. Así que el taxista ya ha contado con este dato por si acaso.

     Paquita es la mujer que viaja de copiloto, tiene setenta años y va al médico de los huesos porque está fatal de la artrosis y de los nervios. La estampa que le ofrece Eusebio con la barriga pegada al volante y regurgitando cada dos por tres, algo que comió después del desayuno, no la tranquiliza. Para colmo no deja de mirar con angustia el taxímetro aunque nunca recuerda que el trayecto del pueblo a la capital vale un precio fijo. Pero le da igual. El taxímetro la hunde en una angustia patológica.

     El pasajero Antonio tiene ochenta años y va a la ciudad a ver al médico de la próstata porque se mea cada dos por tres. Su hija Pepa lo acompaña y va a tener que parar el taxi de Eusebio cada media hora como poco. Antonio le dice a Eusebio que por él, puede correr porque tiene prisa. Mientras dice eso mira una por una las caras de todos los presentes, con un ligero tembleque de mandíbula. A su lado se sienta Julio, un hombre de ochenta y dos años que va al médico de la cabeza como él dice, porque no está muy bien. Tiene un poco de bipolaridad y republicanismo, reconoce. A veces soy republicano y a veces monárquico por eso soy bipolar. Julio no está muy bien. Un día se escapó de casa y lo encontraron en Gibraltar porque quería recuperar el peñón él solo. Lo sacaron de allí vociferando tacos contra los ingleses. También va en el taxi escoltado por su hija María. El taxista les recuerda como si fuera un padre que va a la playa con la familia un domingo por la mañana, que se abrochen los cinturones que van a despegar. Las mujeres se santiguan. Eusebio no deja de tener ardores y pone un disco de Nino Bravo. Tararea la canción “Noelia” y se le saltan las lágrimas. Eusebio es como una enorme esfera de vainilla embutida dentro de un coche. Está calvo y tiene un exiguo bigote que mueve cuando se echa a la boca unos conguitos que sus dedos regordetes han cogido de la guantera. Paquita, la mujer que va a su lado no deja de lanzar miradas angustiosas al chófer y al taxímetro, alternativamente. Dejadlo que cante. Callaros, dice Julio el hombre de ochenta y dos años que está un poco loco. Eusebio mastica mientras conduce. Ahora tararea “América”, de Nino Bravo.
                                                                             José Miguel Casado ©


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