El primer día que pisé Torrenueva fue hace
más de treinta años cuando apenas había la mitad de gente que ahora. Había dos
metros de playa y las sombrillas estaban pegadas al paseo marítimo. Es un lugar
que guardas en el corazón desde muy pronto, que recuerdas por el olor a mar y
por el color naranja de los atardeceres. Fue uno de mis sitios favoritos donde
ví el mar por primera vez y donde contribuí a mi afición por los comics ya que
ponían puestos de libros y tebeos como para pasarse las horas muertas mirando y
leyendo. Todavía no había inmigrantes vendiendo pulseras ni camisetas. He
vuelto treinta años después y he descubierto otra ciudad. Torrenueva es muy
kitsch. Es un Hollywood de los 70, salvando las distancias, en el que ves gente
que te suena pero no sabes de qué: Dios
mío ¿dónde he visto yo esa cara?.
El primer día, tras dejar la
“impresionante” autovía inacabada, el calor pegajoso se pega al cuerpo como el
napalm y no sabes como quitártelo. Los semáforos es lo primero que ves de Torrenueva,
esos eternos candidatos al patrimonio turístico nacional, culpables de tantas
opiniones injustas sobre el pueblo. La primera quemadura de sol es en el sempiterno
codo izquierdo sobre la ventanilla abierta del coche. Con la derecha manejo el
volante y las marchas intermitentes incluidos. El apartamento es un oasis de
alivio en un desierto de sombrillas multicolores y arena pegada hasta en el
cielo de la boca y otros sitios insondables. Otra alternativa es la playa de
chinos en la que andas como Chikito de la Calzada sobre una barbacoa. Pinchan
como garfios al rojo. La arena está muy bien para la circulación, dice una
vieja. La arena al rojo más. La empatía con los calamares en salsa americana o
con las sardinas en lata es un ejercicio entretenido a eso de las una de la
tarde sentado en la hamaca cuando has acabado los sudokus y miras a tu
alrededor. Todo el mundo apretaico vivo. A siete coma cinco centímetros escasos
una mujer que habla a gritos, de unos setenta años, come pipas con sus únicos
dos dientes y deja caer las cáscaras en mis sufridos pies. Hasta el final del
cartucho. Ahí es cuando echas de menos el garrote barnizado que tienes en casa.
Cerca de mi cuadrícula como si estuviéramos dibujados en un papel milimetrado, una
pareja de Madrid, con un extraño color lechoso, que no ha salido de debajo de
la sombrilla en toda la mañana, llaman a sus hijos a voces y les dan
instrucciones como si fuesen niños teledirigidos. Gerardooo, Almudenaaaaaa,
venir para acá, meteos en el agua que no os dé una insolacióoon, venid y comed
algo. Gerardooo no tires chinooos. Y todo esto con los niños a medio kilómetro
y con los padres sin moverse de la hamaca. Les falta el mando para dirigir a
los niños para hacer niñomodelismo.
El baño en el mar Mediterráneo es
terapéutico y relajante hasta que a tu alrededor hay más de dos personas y te
pones a pensar en la temperatura del agua y en las caras de alivio de la gente.
No hay que pensar. No pensar.
Las
personas que genéticamente resisten mejor el sol, son las personas mayores. Los
viejos. Se ven dos escalas de colores. La del color rojo y la del color negro.
Hay viejos con un color rosa suave hasta un rojo vivo tipo estrella enana roja.
Y viejos ligeramente grises, tipo nube otoñal, hasta un negro agujero negro. Su
textura es acartonada. Parecen estrellas de Bollywood con sus dentaduras
blanquísimas y perfectas para su edad. Y los hijos y los nietos acojonados
mirando desde debajo de la sombrilla.
Hay días que cuando subes la persiana y te
levantas dices: vaya día más cojonudo de playa vamos a tener hoy. También te
preguntas cómo es posible que la gente se levante a las 6:45 de la mañana para
clavar la sombrilla en la arena y se largue para volver a las doce. Como
ejercicio empírico hay que decir que el noventa y nueve por ciento de los que
hacen esto suelen tener más de sesenta años. Los mismos que ves haciendo
ejercicio en los aparatos de gimnasia que ponen los ayuntamientos en las plazas
y los mismos que ves corriendo sin correr y sin que les dé un infarto porque andan más
rápido que un corredor de maratón pero sin dejar de andar. Que para eso hay que
saber y tener arte.
A eso de las once me voy hacia la playa embadurnado
en cremita con dos hamacas y una sombrilla al hombro. Los críos alrededor y mi
mujer con otros dos bolsos grandes. Parecemos porteadores de las películas de
Tarzán. De los que se caían por el precipicio. Cero coma dos segundos después
de pisar el primer grano de arena empieza una ligera brisa que se convierte en
un temporal de Levante, de Poniente o de la madre que los parió a los dos. Y en
la playa todos locos como en un concierto heavy. Hablando a gritos y
maldiciendo la hora en que olvidaste las gafas anti-ventisca en casa, mientras la
familia se agarra a una palmera, ves personas volando como hojas de otoño,
enganchadas a su sombrilla o hamacas que parecen un toro mecánico con sus
propietarios con las piernas hacia arriba. Un descoque vamos.
Tengo que decir que en el tema tapeo hay
bares que ponen muy buenas tapas pero a mi me tocó el que no. Llegamos dos
personas a eso de la una de la tarde un bar semi desierto. Mala señal. Pedimos
dos tercios de cerveza y el camarero con voz de barítono grita ¡ponme dos
tapas!. Mientras en la tele ponen los entrenamientos de moto GP. Entretenido. A
los diez minutos miro el reloj y pienso: La tapa tarda demasiado eso es buena
señal a lo mejor está terminando de hacer unos callos con garbanzos y tortilla,
una socorrida carne en salsa, o unas sardinicas de espeto. Pobre iluso. A los
quince minutos de aguantar el tercio de cerveza en la mano me doy de cara
contra el muro de hormigón del desengaño. El camarero de antes con la voz de
barítono, viene muy contento, ¿de qué se reiría el payaso?. Trae un plato
minúsculo de salpicón de marisco y dos tenedores. Con más salpicón que marisco.
Una mísera pipirrana con aspiraciones. Ataque de furia asesina y destrucción
total del maldito bar. Tras salir y limpiarme en la camiseta la sangre del camarero,
me voy a otro bar en el que ya si tratan a la gente con respeto.
El
tema de los precios en los pueblos turísticos es algo que los turistas inocentes
deberían calcular antes de ir a un apartamento unos días. Regla fundamental: Comprar
allí lo mínimo imprescindible. Hay que llevar el coche como si fueramos a
Algeciras a coger el ferry a Marruecos. Con los amortiguadores guarníos por el
peso de la carga de medio Mercadona de nuestro barrio. Para muestra esta
experiencia: -Oh una humilde frutería de barrio. Hay que apoyar los pequeños
comercios de barrio. -¿me da este melón? Y me pone también tres o cuatro
melocotones. ¿Cuánto es?. -Ocho con veinticinco euros. Dice el frutero mafioso,
mientras me acuerdo de su familia. Repito. Un melón y cuatro melocotones, 8
coma 25 euros. Tienen la jeta de estar abiertos hasta las doce de la noche. Y
no es una frutería china.
La noche es un desfile por el paseo
marítimo viendo los puestos de pulseras, punteros laser y heladerías. El poyete
del paseo se llena de familias que comen helado como autómatas bronceados
mientras ven a la gente pasear como el que ve la tele. Hay modelitos de todas
las clases. Para bien y para mal.
Los
edificios suelen ser más altos que en la ciudad, bloques de trece pisos en un
pueblo que en invierno está casi desierto. A Torrenueva la llaman la playa de
los pobres, o de los currantes, aunque hay de todo. Debería llamarse la playa
de los jubilados o Mini-Benidorm, incluso. Salvando distancias. No tiene el
pijerío de Almuñécar eso sí. Torrenueva es una conexión entre el pasado y el
presente de los veraneos familiares de paella de domingo. Es un grato recuerdo
de juegos de playa y tardes de polos. Es un déja-vu contínuo que aunque nunca
hayas estado crees que has estado. Es lo que de niño te llevabas cuando
regresabas a tu casa y te dormías en el coche y te seguían meciendo las olas. Y
eras feliz.
José
Miguel Casado García ©