viernes, 26 de julio de 2013

THE TORRENUEVA DAYS


        El primer día que pisé Torrenueva fue hace más de treinta años cuando apenas había la mitad de gente que ahora. Había dos metros de playa y las sombrillas estaban pegadas al paseo marítimo. Es un lugar que guardas en el corazón desde muy pronto, que recuerdas por el olor a mar y por el color naranja de los atardeceres. Fue uno de mis sitios favoritos donde ví el mar por primera vez y donde contribuí a mi afición por los comics ya que ponían puestos de libros y tebeos como para pasarse las horas muertas mirando y leyendo. Todavía no había inmigrantes vendiendo pulseras ni camisetas. He vuelto treinta años después y he descubierto otra ciudad. Torrenueva es muy kitsch. Es un Hollywood de los 70, salvando las distancias, en el que ves gente que te suena pero no sabes de qué:  Dios mío ¿dónde he visto yo esa cara?. 

     El primer día, tras dejar la “impresionante” autovía inacabada, el calor pegajoso se pega al cuerpo como el napalm y no sabes como quitártelo. Los semáforos es lo primero que ves de Torrenueva, esos eternos candidatos al patrimonio turístico nacional, culpables de tantas opiniones injustas sobre el pueblo. La primera quemadura de sol es en el sempiterno codo izquierdo sobre la ventanilla abierta del coche. Con la derecha manejo el volante y las marchas intermitentes incluidos. El apartamento es un oasis de alivio en un desierto de sombrillas multicolores y arena pegada hasta en el cielo de la boca y otros sitios insondables. Otra alternativa es la playa de chinos en la que andas como Chikito de la Calzada sobre una barbacoa. Pinchan como garfios al rojo. La arena está muy bien para la circulación, dice una vieja. La arena al rojo más. La empatía con los calamares en salsa americana o con las sardinas en lata es un ejercicio entretenido a eso de las una de la tarde sentado en la hamaca cuando has acabado los sudokus y miras a tu alrededor. Todo el mundo apretaico vivo. A siete coma cinco centímetros escasos una mujer que habla a gritos, de unos setenta años, come pipas con sus únicos dos dientes y deja caer las cáscaras en mis sufridos pies. Hasta el final del cartucho. Ahí es cuando echas de menos el garrote barnizado que tienes en casa. Cerca de mi cuadrícula como si estuviéramos dibujados en un papel milimetrado, una pareja de Madrid, con un extraño color lechoso, que no ha salido de debajo de la sombrilla en toda la mañana, llaman a sus hijos a voces y les dan instrucciones como si fuesen niños teledirigidos. Gerardooo, Almudenaaaaaa, venir para acá, meteos en el agua que no os dé una insolacióoon, venid y comed algo. Gerardooo no tires chinooos. Y todo esto con los niños a medio kilómetro y con los padres sin moverse de la hamaca. Les falta el mando para dirigir a los niños para hacer niñomodelismo.

     El baño en el mar Mediterráneo es terapéutico y relajante hasta que a tu alrededor hay más de dos personas y te pones a pensar en la temperatura del agua y en las caras de alivio de la gente. No hay que pensar. No pensar.

     Las personas que genéticamente resisten mejor el sol, son las personas mayores. Los viejos. Se ven dos escalas de colores. La del color rojo y la del color negro. Hay viejos con un color rosa suave hasta un rojo vivo tipo estrella enana roja. Y viejos ligeramente grises, tipo nube otoñal, hasta un negro agujero negro. Su textura es acartonada. Parecen estrellas de Bollywood con sus dentaduras blanquísimas y perfectas para su edad. Y los hijos y los nietos acojonados mirando desde debajo de la sombrilla.

     Hay días que cuando subes la persiana y te levantas dices: vaya día más cojonudo de playa vamos a tener hoy. También te preguntas cómo es posible que la gente se levante a las 6:45 de la mañana para clavar la sombrilla en la arena y se largue para volver a las doce. Como ejercicio empírico hay que decir que el noventa y nueve por ciento de los que hacen esto suelen tener más de sesenta años. Los mismos que ves haciendo ejercicio en los aparatos de gimnasia que ponen los ayuntamientos en las plazas y los mismos que ves corriendo sin correr  y sin que les dé un infarto porque andan más rápido que un corredor de maratón pero sin dejar de andar. Que para eso hay que saber y tener arte.

     A eso de las once me voy hacia la playa embadurnado en cremita con dos hamacas y una sombrilla al hombro. Los críos alrededor y mi mujer con otros dos bolsos grandes. Parecemos porteadores de las películas de Tarzán. De los que se caían por el precipicio. Cero coma dos segundos después de pisar el primer grano de arena empieza una ligera brisa que se convierte en un temporal de Levante, de Poniente o de la madre que los parió a los dos. Y en la playa todos locos como en un concierto heavy. Hablando a gritos y maldiciendo la hora en que olvidaste las gafas anti-ventisca en casa, mientras la familia se agarra a una palmera, ves personas volando como hojas de otoño, enganchadas a su sombrilla o hamacas que parecen un toro mecánico con sus propietarios con las piernas hacia arriba. Un descoque vamos.  

     Tengo que decir que en el tema tapeo hay bares que ponen muy buenas tapas pero a mi me tocó el que no. Llegamos dos personas a eso de la una de la tarde un bar semi desierto. Mala señal. Pedimos dos tercios de cerveza y el camarero con voz de barítono grita ¡ponme dos tapas!. Mientras en la tele ponen los entrenamientos de moto GP. Entretenido. A los diez minutos miro el reloj y pienso: La tapa tarda demasiado eso es buena señal a lo mejor está terminando de hacer unos callos con garbanzos y tortilla, una socorrida carne en salsa, o unas sardinicas de espeto. Pobre iluso. A los quince minutos de aguantar el tercio de cerveza en la mano me doy de cara contra el muro de hormigón del desengaño. El camarero de antes con la voz de barítono, viene muy contento, ¿de qué se reiría el payaso?. Trae un plato minúsculo de salpicón de marisco y dos tenedores. Con más salpicón que marisco. Una mísera pipirrana con aspiraciones. Ataque de furia asesina y destrucción total del maldito bar. Tras salir y limpiarme en la camiseta la sangre del camarero, me voy a otro bar en el que ya si tratan a la gente con respeto.

      El tema de los precios en los pueblos turísticos es algo que los turistas inocentes deberían calcular antes de ir a un apartamento unos días. Regla fundamental: Comprar allí lo mínimo imprescindible. Hay que llevar el coche como si fueramos a Algeciras a coger el ferry a Marruecos. Con los amortiguadores guarníos por el peso de la carga de medio Mercadona de nuestro barrio. Para muestra esta experiencia: -Oh una humilde frutería de barrio. Hay que apoyar los pequeños comercios de barrio. -¿me da este melón? Y me pone también tres o cuatro melocotones. ¿Cuánto es?. -Ocho con veinticinco euros. Dice el frutero mafioso, mientras me acuerdo de su familia. Repito. Un melón y cuatro melocotones, 8 coma 25 euros. Tienen la jeta de estar abiertos hasta las doce de la noche. Y no es una frutería china.

     La noche es un desfile por el paseo marítimo viendo los puestos de pulseras, punteros laser y heladerías. El poyete del paseo se llena de familias que comen helado como autómatas bronceados mientras ven a la gente pasear como el que ve la tele. Hay modelitos de todas las clases. Para bien y para mal.

      Los edificios suelen ser más altos que en la ciudad, bloques de trece pisos en un pueblo que en invierno está casi desierto. A Torrenueva la llaman la playa de los pobres, o de los currantes, aunque hay de todo. Debería llamarse la playa de los jubilados o Mini-Benidorm, incluso. Salvando distancias. No tiene el pijerío de Almuñécar eso sí. Torrenueva es una conexión entre el pasado y el presente de los veraneos familiares de paella de domingo. Es un grato recuerdo de juegos de playa y tardes de polos. Es un déja-vu contínuo que aunque nunca hayas estado crees que has estado. Es lo que de niño te llevabas cuando regresabas a tu casa y te dormías en el coche y te seguían meciendo las olas. Y eras feliz.


José Miguel Casado García ©