Llueve sobre Granada y sobre el sueño
plácido de la gente. A las tres de la madrugada el tintineo de la lluvia sobre
las tejas de mi casa me despierta. El sueño se transforma en insomnio tan rápido
como Superman se cambiaba de traje en una cabina telefónica. La lluvia a veces
me recuerda el mar, el sonido de las olas que hipnotizan como si fuesen un
corazón oceánico y que hacen que la gente mire el horizonte buscando en el
desván caótico de sus pensamientos y fijando la vista en un punto invisible. El
sonido rítmico de las olas anheladas de la arena del verano y del olor a
salitre. La lluvia es una máquina del tiempo que solo te transporta a veranos
pasados o al presente confortable e inmediato de un invierno interior bajo las
sábanas. Escribo esperando que el sueño que se ha llevado la lluvia vuelva,
pero es poco probable. A esta hora los adjetivos se agolpan con los sustantivos
en una fila de churrería un domingo por la mañana. Valoro la opción de los
somníferos pero desecho la idea de estar todo el día con una resaca inmerecida
que me duerma por las esquinas.
El teclado del portátil suena clandestino
en la madrugada, el ordenador te pregunta que donde vas quillo que no son
horas, pero es lo que hay. En la radio solo se habla de plagas bíblicas o de
deportes así que ha sido descartada. Con las gotas de lluvia a borbotones
fusilando las persianas, agua de sopetón que echa de menos la lluvia de los 80
que caía mejor repartida que ahora excepto por levante con su gota fría y sus
gordos de lotería de Navidad. Al parecer antes una cosa era sinónimo de la
otra.
Asomar la mano por la ventana a horas
intempestivas es un ejercicio de irresponsabilidad y de tontuna de naufrago
caprichoso. Es arrasada inmisericorde por la voracidad del agua y de inmediato
el olor a tierra mojada y a oscuridad invade la habitación. La lluvia sumerge a
todos los barrios vecinos bajo su manto de hilos verticales que atraviesan el
velo sucio de la contaminación y que deja la ciudad como los chorros del oro.
Si no cae el agua como el otro día que dejó Granada como los chorros del oro
pero sumergida como una Pompeya acuática. Por las calles color sardina se ven
reflejos de faros de coches solitarios que rajan la oscuridad un instante y se
marchan dejando una estela luminosa en el suelo mojado. Aunque no sea lunes, Granada
se transforma en una ciudad ocre a eso de las siete.
José Miguel Casado ©