viernes, 14 de febrero de 2014

CONSULTORIO

     En la puerta del consultorio médico, todavía en la calle, hay dos mujeres hablando.  Una dice que si no fuera porque tiene que venir todas las semanas a tomarse la tensión no vendría al médico nunca, porque no le hace gracia. Cada vez que la enfermera le toma la tensión, le sale más alta que el Mulhacén. Es pisar el centro médico y ponerse como una moto. Tiene el síndrome de la bata blanca. Las dos van vestidas casi igual, ambas de la misma estatura, unos sesenta años, rebeca de lana marrón, falda y medias color carne hasta las rodillas. Zapatillas de paño. Dentro hay otra mujer que no habla muy bien de los resultados que dan algunos medicamentos. -¿Si me manda esto para qué me manda lo otro también?. Dice esto y lo otro sin saber exactamente a qué medicamento se refiere. A su lado hay una mujer joven esperando que se le pase el mareo por una extracción de sangre, remangada y con el dedo índice y un algodón puesto sobre el agujero que le ha dejado la aguja. Sujeta un tetra brik pequeño de zumo de piña con la mano derecha. Son las ocho de la mañana y todavía no ha desayunado por culpa de la analítica. Tiene que hacerse controles anuales porque le salió el colesterol alto, en la revisión médica de su empresa. Aunque está delgada ella lo achaca a la herencia genética de su madre. –Maldita la herencia que no es de dineros, dice.
     De las cinco consultas que hay en el ambulatorio, están casi todas vacías menos la número 5. Un hombre se queja de que siempre es la consulta que más gente tiene porque es un médico muy bueno y muy atento, otra mujer lo mira y asiente con la cabeza diciendo que como a la gente le dé por algo ahí que van todos.
     Los efectos de mezclar medicamentos con fiesta y sus incompatibilidades todavía no están testados médicamente porque siempre hay conejillos de indias voluntarios que lo comprueban sin que nadie les diga nada. Un muchacho de veinticinco años está sentado en la sala de espera metiendo la cabeza entre las rodillas y mirando los tubos fluorescentes del techo en un movimiento rítmico que tiene a los de su alrededor  desconcertados. Anoche estuvo de fiesta y se tomó un par de pastillas para el dolor de cabeza pero no sabe si fue valium o aspirinas que luego mezcló con una borrachera de cubatas de garrafón y alguna que otra pastilla divertida y ahora está que no sabe si es él o Dorothy en el país de Oz. Una enfermera se lo lleva para hacerle unas preguntas pero el colega no está para nadie y por lo visto lo ve todo en technicolor. Dentro de la consulta de enfermería se oye gritar al muchacho. -¡Que yo me quiero ir! -¡Que yo me quiero ir, dejadme cabrones!. Un enfermero corre hacia la consulta. Unas abuelas que hay cerca mueven la cabeza negativamente en una estampa cómico-siniestra.

     En la sala de espera de la consulta 2 hay un hombre de unos sesenta años que le dice a otro hombre con bigote que no está gordo porque coma mucho está gordo porque tiene mal el tiroides.  Está sentado sobre dos asientos. El hombre con bigote piensa en que por mucho tiroides que tenga este, es mejor comprarle un traje que invitarlo a comer y le dice que lo que él tiene es que está fatal de las rodillas, de los riñones, de las hernias de disco L4 y L5, del estómago, de los gases, de los juanetes, retira lo dicho sobre las rodillas y dice que de los huesos en general, pero lo que peor lleva es lo de los nervios justo cuando un niño pequeño con un coche de policía le da la brasa junto a la oreja derecha. El hombre busca a la madre del niño con la mirada y ve que está hablando por el móvil y mascando chicle a la vez. Una joya, piensa. Mientras, el niño de tres años hace un ruido tremendo sobre todo cuando está cerca de los tímpanos de la gente con un coche de policía con las pilas nuevas y sus sirenas y sus lucecitas rojas y azules. El hombre nervioso recuerda que debe tomarse el tetrazepam 50 aunque sea contraproducente para él, se ha acostumbrado y no puede dejarlo. Sonríe al niño y por dentro sopesa la idea de quemar con gasolina al crío, a la madre y al juguete.

Jose Miguel Casado ©