domingo, 30 de septiembre de 2012

Almanaque maya parody

         En el abrupto valle Uyuyuy ya se nota la llegada de la primavera. Las praderas están llenas de flores, hierba, insectos, árboles frutales, olores frescos y pájaros que revolotean. El riachuelo fluye con el agua de las nieves derretidas de las cumbres cercanas regando todo a su paso y preñándolo de vida. En el poblado maya sus habitantes amanecen un día más haciendo la única vida que saben hacer con la tranquilidad que imprimen los siglos. Chichipotzl está situado entre el monte Uripichu y su valle. De lejos parece una gota de leche en medio de la nada. En una pequeña calle empedrada de la aldea, hay un taller de canteros que están haciendo un encargo de los sacerdotes del templo. El aprendiz Manolocoatzl está intentando tallar una figurilla en un inmenso círculo de piedra del tamaño de la rueda de un carro. El cantero jefe y dueño del taller está preocupado por el tiempo de entrega del encargo de los sacerdotes del templo del dios Jaguar. Se fija en cómo su aprendiz coge el mazo y el cincel. –Manolocoatzl tenemos que darnos prisa con este pedido. Los sacerdotes lo quieren para antes de la luna que viene. –Maestro Pacocoatzl, lo que usted diga pero esta es la última rueda de granito que nos queda y como no vengan más no podremos terminar el pedido. –Tendré que hablar con el proveedor, dice el jefe. Mientras el dios Sol se cuela por la cima del monte Uripichu, el poblado de Chichipotzl se llena de sombras móviles e inmóviles que trabajan llevando la última cosecha a los graneros desde el alba hasta el ocaso. Perros crepusculares llenan la brisa de ladridos y correcalles con niños de pies polvorientos y narices de mocos secos. La noche es tranquila y fresca hasta que canta el gallo al alba. La chimenea del panadero perfuma el amanecer del poblado maya. Tobycoatzl es el perro del cantero aprendiz Manolocoatzl y está jugando en la puerta del taller con un hueso de puerco. La rueda granítica del calendario del dios Jaguar está casi terminada y Manolocoatzl se detiene para comerse el bocadillo mientras juega con su perro. El maestro cantero Pacocoatzl está hablando con un proveedor de herramientas. –Lo que tú digas Antoniocoatzl pero o me traes herramientas de mejor calidad o te reviento la cabeza. –Ya no te digo nada más, estoy harto de que me engañes. Antoniocoatzl cambia la cara y con los ojos muy abiertos asiente con la cabeza y sale del taller como alma que lleva el diablo maya. En esto que Pacocoatzl ve aparecer por la esquina de la calle al sacerdote del templo del dios Jaguar, don Serafíncoatzl. –El que faltaba para completar el día. Llama a su aprendiz y le pregunta cómo va el calendario del dios Jaguar. Manolocoatzl dice casi atragantándose con el bocadillo de salchichón de llama, que está casi terminado pero que falta que el proveedor traiga la última rueda de piedra. El jefe se lo dice al sacerdote y este, con paciencia monacal se va por donde ha venido. El siguiente en aparecer por el fondo de la calle empedrada y retorcida como la tripa de un mono asado es el proveedor de piedras, Luismariacoatzl, de Luismaríacoatzl y Asociados.

         –¡Pacocoatzl, Pacocoatzl, que ha explotao !. -¿Qué ha explotao qué? Dice el maestro cantero alarmado. –Que ha explotao el monte Pepecachipetzl del que salían todas las piedras que te traía porque resulta que no era un monte, que era un volcán. –Pero qué me dices Luismariacoatzl. –Lo que oyes que hemos quebrao un montón de negocios con esto. –¡Virgensita Lupitacoatzl !.

           Bajo el vuelo del majestuoso cóndor, las piedras caen en el agua y forman círculos lentos y contínuos que hipnotizan a los que miran. El maestro Pacocoatzl y su aprendiz Manolocoatzl están sentados junto al estanque que riega los huertos de papas del poblado de Chichipotzl. Están en silencio lanzando piedrecitas al agua y mirando el horizonte. -Maestro, ¿Cuándo empezó el calendario del dios Jaguar?, el maestro cantero entorna los ojillos para pensar, curtidos por el sol y el frio. Empieza a hablar lento como el humo de la pipa que se está fumando. –Pues veamos, estamos en el siglo IX y empezó en el 3114 antes de Cristo más o menos y con la catástrofe del monte Pepecachipetzl hemos llegado hasta el 21 de diciembre del 2012. También más o menos. –El puto volcán nos ha mandado a todos al paro. –La piedra más grande que ha quedado ha sido del tamaño de una cagarruta de llama.

                  José Miguel Casado ©


sábado, 29 de septiembre de 2012

Tanatorio

          El tanatorio es ese lugar donde velamos a nuestros muertos. Es ese recinto de recogimiento y congoja donde la zozobra por una muerte cercana es más llevadera y acoge con la calidez de un hogar a todos los que quieren presentar sus respetos a la familia del finado. Sobre todo porque hay que pasar una noche en él. Es una de esas raras leyes no escritas que están arraigadas en tanta gente. Se ha convertido en algo comparable a un restaurante exceptuando la comida y la bebida que no hay, aunque todo llegará como llegó la noche de Halloween, Papa Noel o los cereales en el desayuno. El acontecimiento social es indiscutible ya que se encuentran amigos y enemigos que hace mucho tiempo no se veían y tienen que lidiar dialécticamente y mantener el tipo como estoicos campeones de esgrima, mientras dura el rato que las buenas maneras obligan a estar allí. Antes de las horas punta de un velatorio está la familia neta, más tarde la familia en bruto o más alejada y después van llegando los amigos y conocidos. Ahí es cuando empiezan a formarse los típicos corrillos y las conversaciones sobre lo bueno que era en vida el difunto, se diluyen y dispersan en trivialidades y morralla banal y vacía, típica de la masa variada y dispersa que ya no sabe de qué hablar. Se ven verdaderas peripecias y acrobacias inigualables que no se dan en ningún otro rito social.

      Dos personas están hablando y llega una tercera que coge del codo a una de ellas, para sentirlo mucho y darle el pésame. El otro se vuelve a ver a quién encuentra para no quedarse solo pero su mirada rebota con gente que conoce y que no conoce pero nadie rompe el hielo y el hombre se queda solo entre la multitud. Lo invade un horror y un vértigo al vacío de la soledad entre la gente y corriendo sale a la calle con un ataque de ansiedad. Miradas que se encuentran y que se conocen de toda la vida pero que nunca han cruzado palabra, eligen seguir así antes que presentar sus condolencias al familiar del difunto. Se oyen cosas como “Qué coincidencia…” , “¿Tú conocías a…?” o “Las funerarias son el único negocio que nunca quiebra, el tío está montado en el dólar”, sin olvidar aquello de “yo prefiero que me incineren es más limpio y menos engorroso” pero que luego en la práctica no se incinera ni Dios, son los comentarios que más suenan en esa babel de doscientos metros cuadrados que en hora punta parece una boda gitana en una taberna portuaria con risas y diretes de toda clase. El único que está en silencio es el que está en el ataúd.  Recuerdo con ternura aquellos velatorios domésticos en la propia casa del difunto en el que la familia no encontraba sillas para todos los que venían a presentar sus respetos y sus condolencias. Olor a invierno y a brasero de picón. Esa fila de mujeres vestidas de negro sentadas en un pasillo que se antojaba interminable, rezando el rosario y cosas del catecismo a media tarde. Ese ataúd acomodado en el exiguo salón de la casa con la familia alrededor como una foto antigua. Esos corros de gente en la calle y en las aceras entre los coches y esa persiana enrollada en la puerta de la calle. Esto solo pasaba en las casas de los pueblos. En un bloque de pisos de una capital cualquiera, encontramos imágenes como la de la vecina acongojada que se niega a subir a su casa porque han dejado un ataúd abierto en el portal. Cuando llega el ascensor abajo, la pobre vecina también se quiere morir. Vemos a los funerarios uno a cada lado del finado vestido de domingo, agarrándolo como dos amigos cogen en volandas al tercer amigo perjudicado por una noche de fiesta y que no lo sueltan para que no se caiga. Todo esto antes de ir al tanatorio, claro.


             José Miguel Casado ©




sábado, 22 de septiembre de 2012

Reacciones infantiles

         Cuando somos pequeños no somos conscientes de nuestro comportamiento desde que nacemos hasta que tenemos una conciencia suficientemente madura y responsable. Varía con el paso del tiempo desde los diez años, mas o menos, en los que surge el “niño repipi o repelente” hasta los cuarenta con la incomprendida figura del “vivalavirgen” o adulto irresponsable y pasota. Los comportamientos pueden ser conscientes o inconscientes dando lugar a una gama de conductas anómalas dignas de entrar en la historia de la literatura. Quien no tenga un buen ramillete de reacciones infantiles que tire la primera piedra. Se pueden enumerar los más variados desfases fisiológicos desde el estornudo metralleta de la alergia a la primavera en su conjunto, a los picores que siempre salen donde no te puedes rascar en público o a los efectos secundarios a medicamentos, alergias alimenticias, etc. También reacciones involuntarias que saltan como resortes ante una situación determinada que implique principalmente miedo, rechazo o asco.

        Para empezar, la EGB fue demasiado larga. Cuando salía de clase y me encontraba con un perro en mi camino, se me nublaba la vista y como en una película del oeste antes de un duelo a muerte, no existía nada más en el mundo que el perro y yo. Empezaba una brisa sospechosa que traía matorrales secos rodantes y polvo desértico. El desierto más cercano estaba a doscientos kilómetros. Mi táctica comenzaba. Aparecía por casa dos horas después, con la correspondiente reprimenda de mi madre, ya que daba un pequeño rodeo que incluía el pueblo de al lado para esquivar al dichoso perro ya fuera caniche o rottweiler. No fiarse nunca de los caniches, algunos son unos verdaderos hijos de perra. En algún caso hice algún kilómetro que otro corriendo más que el coche fantástico, sobre todo cuando veía aquel fatídico pastor alemán con un ojo en blanco que le daba un aspecto de perro come niños demoníaco y que protagonizaba algunas de mis pesadillas más terroríficas. Conozco otras reacciones cercanas. Una amiga que a sus tiernos cinco o seis años, al ver las tribus de negros caníbales de las películas del Tarzán Johnny Weissmuller, le invadía un miedo incontrolable que le hacía vomitar hasta la leche que mamó. El caso también del niño de dos años que cuando no quiere comer más potito, empieza a toser como un experto fumador. Con su puño en la boca y todo. La cosa termina también en vómito. Habría que revisar también la composición química de algunos potitos porque cuando se calientan 0,2 segundos de más en el microondas, adquieren una textura parecida a la lava fundida y como se lo des al niño te quedas sin él. Otros niños, al ver un guante de goma les entra un miedo que parece que han visto al mismísimo hombre del saco. Cuando no queremos que se acerquen a unas escaleras o a un sitio peligroso y no tenemos esas rejas portátiles que se venden ahora, se pone el guante de goma y es mano de santo. El niño ni se acerca y pasa por ahí pegado a la pared como si andara por un desfiladero de los Alpes.

       Hay veces en que el mismo niño se dice a sí mismo, --seré imbécil. Esto es cuando el niño cree que en su habitación hay una bruja y lía unas pajarracas por las noches que despierta a todos los vecinos del bloque. La bruja resulta ser una percha de pared con un abrigo. En la escuela, fuera de las asignaturas, el principal culpable de las reacciones caóticas era el alumno repetidor que quitaba cromos y canicas por la cara y provocaba en más de uno sudores frios y carreras cobardicas hacia la madre más cercana. De ahí lo de correr es de cobardes. Más tarde, el caballo de batalla o de tortura eran las matemáticas tipo Logse. Cuando don José o doña Gertrudis empezaban a explicar nadie entendía nada y muchos empezaban a mover la pierna nerviosamente y a comerse las uñas o el lápiz que llevaba impresa la tabla de multiplicar. Además si el maestro era muy cerril y tenía la fea costumbre de dar con la regla de madera en las manos o en el trasero, peor que peor. El latín de segundo de BUP era mortal de necesidad. Había un ambiente prebélico, una paz armada cuando doña Gádor llegaba con su escasa presencia y empezaba a hablar la lengua muerta como una posesa. La foto de un aula de cuarenta personas con la cara pegada a la mesa por si acaso los llamaban al patíbulo, era impresionante.

       En el cine viendo aquella “Entrevista con el vampiro” mi amigo dijo –voy al servicio. A continuación escuchamos un golpe fuerte en la puerta de salida. Mi amigo cayó redondo al ver cómo le cortaban el cuello al vampiro Tom Cruise. Una reacción alimenticia legendaria es el miedo a las lentejas en todos los niños y ahí estaban las pobres madres que no tenían minipimer, con el pasapuré haciendo bíceps, pero que no daba resultado. Náuseas hasta la merienda.

       Como última reacción recuerdo cuando me llevaban al practicante (siempre me llamó la atención ese nombre: Practicante. ¿Qué practicaba? ¿el modo de agujerearte una nalga?) Esa jeringa de cristal recién hervida en manos de esa mujer gorda con gafas llamada doña Martirio, cuyo nombre le venía como anillo al dedo. Movimientos bruscos, sudor frío, temblores, arcadas, blasfemias en noruego antiguo y la cara de tu padre y tu madre sujetándote y diciendo con los ojos muy abiertos: “Si no es nada. Es como si te picara una avispa”.


                    José Miguel Casado ©



sábado, 15 de septiembre de 2012

Amalia´s life

       Amalia tiene 93 años y se entretiene haciendo ganchillo y viendo la tele. Tiene una pensión de seiscientos cuarenta y dos euros con quince céntimos. No tiene familia porque ha sobrevivido a sus dos hijos que murieron con setenta y tantos, eran solteros y la cuidaban. Tiene diabetes, hipertensión, la circulación regular y lleva gafas. – ¡La leche puta!, ya no me acuerdo de qué pastillas me tocan ahora. A pesar de los recortes y de la crisis viene casi todos los días una chica pagada por el ayuntamiento de su pueblo porque es un pueblo pequeño, sin deudas y son sensibles a la situación de algunas personas mayores. Cristina es la chica que viene a cuidarla y a limpiarle la casa de vez en cuando. Juana es una vecina pesada que se asoma todos los días antes de que venga Cristina, a ver si Amalia está viva. –Amaliaaa. A Amalia le hace gracia oir las voces y a veces le ha dado un susto haciéndose la muerta en el sillón y mira hacia la ventana abriendo un ojo a ver si se ha ido.

       Cristina llega hacia las nueve, –Amalia, ¿cómo estamos hoy?, dice Cristina con ese plural mayestático que utilizan los deportistas o mucha gente para hablar con los viejos. Afortunadamente Amalia tiene relativa buena movilidad porque no está muy gorda aunque come como una lima. Su plato favorito eran las migas con sardinas pero ya no. Ya no tiene los brazos para mover durante una hora una sartén llena de migas. Aunque se come bocadillos de pan bimbo con tocino frito cada vez que puede. El pan bimbo es porque no tiene muy bien la dentadura tampoco. Amalia tiene la manía de preguntar a todo el que ve más joven que ella -¿Tú tomas drogas?. A pesar de su edad Amalia tiene unos gases tremendos y de vez en cuando se le escapa algún cuesquete mientras se queda frita en el sillón, lo malo es que estadísticamente Cristina está a su lado en la mesa camilla el 99% de las veces. –Ay coñe perdona hija es que tengo unos gases tremendos. Cristina le dice que no pasa nada y cuando nota el olor se va sofocada al patio o a la cocina soplando y abanicándose con la mano. Muchas mañanas Amalia está viendo la televisión y el olor a sopa de pollo ya inunda la casa. Esto casi todos los días. -¿Pero ya ha puesto usted la sopa mujer?, le dice Cristina cuando llega. -Sí hija, es que como no tengo nada que hacer pues me entretengo. Amalia a pesar de todo es un poco desconfiada y mira a Cristina de reojo mientras esta le limpia la casa. Está deseando que se vaya para estar sola y darle un trago a la botella de Soberano que tiene escondida en su cuarto.

       El marido de Amalia era brigada de la guardia civil y Amalia tiene escondido en el baul una pistola Star y un subfusil MP-18 Naranjero, de la guerra civil. Su marido le enseñó a utilizarlo por si venían los maquis y está en perfecto uso. Como Amalia vive en las afueras del pueblo de vez en cuando se oye un estruendo de traca. Los domingos se libera, coge la botella de Soberano, se va al patio y dispara desde una butaca una ráfaga de balas al cielo coincidiendo con las campanas de la misa de doce. A ver si le doy a algún pájaro, dice. –Joder ya no me acordaba del follón que liaba esto. –Virgen Santísima. –Por los clavos de Cristo. Por poco se cae de la silla del susto. La botella de coñac la lleva por la mitad y le dura una semana escasa, por eso los lunes cuando viene Cristina, se encuentra a Amalia con una resaca de narices disimulada con los achaques de la edad y se levanta a medio día. Como casi nunca se toma las pastillas no mezcla los colores ni los nombres de la gente. Esto es cuando llama a Cristina con siete nombres diferentes antes de decir Cristina. Hasta que le dé algo.

       Amalia tiene un gato que se llama Nicolás porque así se llamaba un novio que tuvo y que no puede olvidar cuando su marido estuvo en el frente de Aragón. El gato Nicolás está muy bien cuidado y muy limpio. Lo tiene como los chorros del oro. Come sobras de comida y latas de sardinas que compra exclusivamente para Nicolás. La tienda del pueblo no está muy lejos de su casa y va poco a poco con un andador que le consiguió Cristina. Cuando llega a la tienda las vecinas se miran de reojo y dicen por lo bajini –ya está aquí la Tejera. Menos mal que no oye mucho. Amalia compra una longaniza, pan, fideos y una botella de Soberano. Un muchacho de la tienda la ayuda con la bolsa y se la acerca a su casa. –Amalia cuidese, le dice Pepa, la encargada de la tienda, al ver la botella. –Si me cuido, no estoy tan mal si es que me quereis mucho, dice irónica. –El coñac es para las visitas. –Y no tomeis drogas. Amalia llega a su casa con ganas de coger el Naranjero, pero se contiene, se hace un trozo de longaniza en la sartén y pone la tele. Lo primero que ve es a un político encorbatado con barba y gafas. –Ya está aquí otra vez el gilipollas este. Mira al cielo como diciendo “Señor, llévame pronto”. Apaga la televisión y se va al patio con un bocata, un vaso de Soberano y el Naranjero para matar pájaros.



                                                       José Miguel Casado ©
                  
                                       

domingo, 9 de septiembre de 2012

La Pompeya de Plinio

     Se cumplen mil novecientos y pico años de la erupción del volcán Vesubio y que sepultó las ciudades de Pompeya, Oplontis y Herculano. Sabemos lo que pasó gracias a Plinio el Joven que en su carta a Tácito narró el devenir de esos días, aunque veinte años después. Plinio se crió con su tio Plinio el Viejo y con su madre. Su tio le inculcó una educación completa y ferrea y se convirtió en un destacado naturalista y cronista de su tiempo ya que tuvo un talento precoz y destacó como historiador y naturalista. Plinio el Joven, estaba en Miseno a treinta kilómetros de Pompeya, junto a su madre y su tío Plinio el viejo, cuando el Vesubio estalló el 24 de agosto del 79 d.C. Plinio el viejo zarpó de Miseno en ayuda humanitaria de Pompeya y Herculano al recibir una carta de Rettina la esposa de su amigo Casco. Plinio el Joven no le acompaña por indicación de su tío y le encomienda seguir sus estudios y cuidar de su madre. Eso fue lo que le salvó. Plinio tenía quince años. Imaginemos un joven que escribe en su diario lo que hizo el día que visitó Pompeya. El día antes de la catástrofe.

–Ayer estuve en Pompeya y digo ayer porque no me gustaría estar hoy allí por las columnas de humo que salen del volcán y por los terremotos. Que Júpiter ayude a mi tío que está ahora en el centro de la catástrofe. Sin embargo ayer todo estaba tan tranquilo que no hacía presagiar la erupción del volcán. Los pompeyanos son gente feliz, de naturaleza tranquila y pacífica pero acostumbrados a que se les mueva el suelo bajo sus pies con los terremotos que sacuden la ciudad desde hace siglos. Pompeya es preciosa como una Venus desnuda que te seduce y te da a beber su néctar y por eso nunca la olvidaré. Mi mejor amigo se llama Publio Quinto, hijo de Publio Aureo cónsul y prohombre de la ciudad. Me enseñó desde el anfiteatro y el puerto hasta el barrio de Venus. Si mi amado tío me viera me crucifica como a un cristiano. Lo primero que me viene a la cabeza sobre Pompeya es Novelia Patricia. Una meretriz hispana con unos ojos y una sonrisa que eran la perdición del más templado de los hombres. Tiene unas ubres como mi cabeza y unas caderas que me hechizaron con una danza de su Hispania natal. Me cogió entre sus piernas y no me soltó hasta que nos despertó uno de los terremotos tan comunes en estos días. No sé lo que me hizo, pero por Júpiter juro que las piernas me temblaban al bajar las escaleras del lupanar de Aurelio Pompeyo. Mi amigo Publio me esperaba en la calle apoyado en una columna con media sonrisa cansada y diciendo que tengo la cara como el marmol de las tetas de la diosa Minerva. –Tu desvirgamiento me ha costado cinco sestercios, ¡capullus!. –Lo que tu digas Publio pero acongojado me hallo de ver ese pedazo de nube de humo y ceniza que sale del Vesubio ¿tu que opinas? –No te preocupes, es algo normal. Lleva muchos años así y no creo que ahora pete. Es como una mala tos. Caminamos largo rato hasta los pórticos cercanos al foro donde en la fonda de Antonino se sirve un vino tinto que quita el sentío acompañado de sardinas con un garum exquisito. En mi cabeza flotaban en todo momento las tetas de Novelia Patricia que para doblarme la edad era una diosa hecha carne. –Bebamos por Baco amigo mío y olvidemos epidemias y plagas lejanas o venideras. Entre trago y trago de vino me fijé en que frente al foro los sacerdotes del templo de Júpiter, miraban al volcán y vaticinaban buenas cosechas y dicha para todos. Las sacerdotisas del templo de Venus danzaban y predecían fertilidad para todas las mujeres del imperio. Las sacerdotisas del templo de Juno discutían sobre que si la nube tenía forma de almendro, de trirreme o de mujer gorda y las del templo de Minerva que si tenía forma de queso de tetilla y se formó un pitoste en el que cada persona que había en la plaza del foro tenía un dios diferente y hasta los que estaban en las termas y en los baños discutían sobre las diferentes naturalezas divinas conocidas y por conocer de los terremotos y de las nubes de ceniza. Aquello parecía la verdulería de Aemilia Paquita recién terminada la cosecha. –No creo que la sangre llegue al río, dijo Publio. -¿Tu crees que se acordará de mí? Porque a mí no se me quita de la cabeza. Le dije. ¿Quién? ¿la chica del lupanar de Aurelio Pompeyo?, -Sí. Le dije. –Pues claro, si te portaste como un jabato. El sol se colaba cuando otro terremoto movió la ciudad desde sus cimientos. Seguimos andando hasta el puerto donde me esperaba su padre el cónsul Publio Aureo con una de sus naves y cinco esclavos para llevarme de vuelta a Miseno. Me despedí de Pompeya, de sus dioses y de Publio Quinto mi amigo del alma al que hoy tanto recuerdo cuando veo el fuego y la ceniza desde lejos.

                              José Miguel Casado ©