sábado, 27 de septiembre de 2014

Comida quemada


     Serían las dos y cuarto de la tarde cuando Héctor salía del ascensor pensando en por qué los oculistas de los años ochenta le ponían parches de color carne a algunos niños en un solo ojo y por qué ahora no se ven niños con esas pintas. ¿La policía habría descubierto que era una puta tomadura de pelo para reírse de los pobres niños?. Algún padre avispao denunciaría. El olor a comida quemada en toda la cuarta planta lo devuelve a la realidad. Las probabilidades de que el olor no saliera de su casa eran escasas así que no se hacía ilusiones pero lo pensó por un instante. Un instante de esperanza. La sensación de haber vivido eso en otro momento, dicen los psicólogos que corresponde a estados de fatiga. La madre de Héctor llevaba fatigada años y lo que necesitaba urgentemente era eso, un buen psicólogo o un buen psiquiatra porque traía a su familia por el mal camino. Una vez la llevaron a un psicólogo argentino que siempre le ponía el test de Rorschach (el de las manchas) y la mujer siempre veía una sartén de migas o una olla express llena de lentejas reventada por culpa de dejarla demasiado rato en el fuego. La mujer tenía una manía que la hacía quemar todas las comidas para matar los microbios. Decía que era más sano. Le asaltaban pensamientos intrusivos, persistentes que le producían inquietudes y preocupaciones varias y peregrinas como preguntarle a la vecina por el ojo patio la hora cada diez minutos. Cuando estaba pelando las patatas pensaba si sentirían dolor o si tendrían muchos bichitos microscópicos viviendo todos en el planeta patata. Siempre llegaba a la misma conclusión: Hay que quemar un poco la comida por nuestra salud. Por la salud de toda su familia. Ya fuera paella, un entrecot o un potaje de lentejas. Las ensaladillas rusas resultaban incomestibles aunque las tapara el velo de la mayonesa con los pimientos morrones dibujando un sol o un calendario azteca. Las comidas empezaban con un saborcillo ocre y después, el sentido del gusto se maximizaba con el olfato. Las cuatro personas que había sentadas en la mesa camilla a la hora de comer formaban dos bandos: Héctor y su padre que estaban de acuerdo en que la madre estaba con los cables cambiados y en que la vida era un desastre por culpa de las comidas de Paquita, la madre, que solo contaba con el apoyo de su hija. El padre le decía a la hija por qué apoyaba a la madre. ¿Pero por qué no la ayudas a cocinar hija? –Si yo la ayudo lo que pasa es que deja la comida un poco más de tiempo en el fuego y le da saborcillo. –Además no tengo tanto tiempo con mi trabajo. De todas formas así está también muy buena. Héctor y su padre se miraban y pensaban al unísono si merecería la pena meter a la madre en una residencia o en un centro de día por lo menos. Un domingo por la mañana Paquita dijo que se iba a comprar churros y no la encontraron hasta el martes. Se había ido a la estación de autobuses y la encontró Scotland Yard en Gibraltar. –Es que quería ver el Peñón, uuuuuh que pila de guiris hay allí –decía. Vino de su aventura demasiado locuaz y se pasó el día hablando entusiasmada, con los ojos como platos y riendo. Paco, el marido, le dio un tranquimazín 20, pero no se calló hasta la mañana siguiente.
Héctor trabaja en una frutería y mientras le piden tres puerros y un kilo de kiwis  se queda absorto con la mirada perdida pensando en su madre y en por qué le quema las comidas. Qué cosas más raras joder, piensa. –Chico qué te pasa le dice una mujer con gafas de culo de vaso. –Nada señora cosas mías ¿qué quería?.   La madre de Héctor cada vez que le han preguntado por qué quema las lentejas, las paellas o los garbanzos siempre contesta que son unos desagradecidos y termina la frase  “.....con lo buena que está” y se pone a llorar. La madre es la única que está en casa porque los demás trabajan, Hector en la frutería, su hermana en una peluquería y su padre es celador de un ambulatorio y a veces también viene tocado de la cabeza por culpa del trabajo. –Hoy ha venido una mujer y como no tenía número, para colarse en la consulta ha fingido un desmayo y se ha abierto la cabeza en la caída.  La mujer se ha liado a guantazos con las enfermeras y con los médicos ha habido que llamar a la guardia civil. El padre de Héctor también narra su vida con los ojos muy abiertos y mirando a un punto fijo de la pared. El olor a quemado es penetrante. La campana extractora de humos de la cocina suena horas y horas con un zumbido al que se han acostumbrado los que viven en esa casa.  Paquita trae para cenar una bandeja de berenjenas fritas y Héctor la mira con los ojos entornados y pensando como piensa un asesino de madres pero se levanta a por el bote del bicarbonato. Su madre está ahora preguntándole la hora a la vecina por el ojo patio.


                                                                                                       José Miguel Casado ©