Serían las dos y cuarto de la tarde cuando
Héctor salía del ascensor pensando en por qué los oculistas de los años ochenta
le ponían parches de color carne a algunos niños en un solo ojo y por qué ahora
no se ven niños con esas pintas. ¿La policía habría descubierto que era una
puta tomadura de pelo para reírse de los pobres niños?. Algún padre avispao
denunciaría. El olor a comida quemada en toda la cuarta planta lo devuelve a la
realidad. Las probabilidades de que el olor no saliera de su casa eran escasas
así que no se hacía ilusiones pero lo pensó por un instante. Un instante de
esperanza. La sensación de haber vivido eso en otro momento, dicen los
psicólogos que corresponde a estados de fatiga. La madre de Héctor llevaba
fatigada años y lo que necesitaba urgentemente era eso, un buen psicólogo o un buen
psiquiatra porque traía a su familia por el mal camino. Una vez la llevaron a
un psicólogo argentino que siempre le ponía el test de Rorschach (el de las
manchas) y la mujer siempre veía una sartén de migas o una olla express llena
de lentejas reventada por culpa de dejarla demasiado rato en el fuego. La mujer
tenía una manía que la hacía quemar todas las comidas para matar los microbios.
Decía que era más sano. Le asaltaban pensamientos intrusivos, persistentes que
le producían inquietudes y preocupaciones varias y peregrinas como preguntarle
a la vecina por el ojo patio la hora cada diez minutos. Cuando estaba pelando
las patatas pensaba si sentirían dolor o si tendrían muchos bichitos
microscópicos viviendo todos en el planeta patata. Siempre llegaba a la misma
conclusión: Hay que quemar un poco la comida por nuestra salud. Por la salud de
toda su familia. Ya fuera paella, un entrecot o un potaje de lentejas. Las
ensaladillas rusas resultaban incomestibles aunque las tapara el velo de la
mayonesa con los pimientos morrones dibujando un sol o un calendario azteca.
Las comidas empezaban con un saborcillo ocre y después, el sentido del gusto se
maximizaba con el olfato. Las cuatro personas que había sentadas en la mesa
camilla a la hora de comer formaban dos bandos: Héctor y su padre que estaban
de acuerdo en que la madre estaba con los cables cambiados y en que la vida era
un desastre por culpa de las comidas de Paquita, la madre, que solo contaba con
el apoyo de su hija. El padre le decía a la hija por qué apoyaba a la madre.
¿Pero por qué no la ayudas a cocinar hija? –Si yo la ayudo lo que pasa es que
deja la comida un poco más de tiempo en el fuego y le da saborcillo. –Además no
tengo tanto tiempo con mi trabajo. De todas formas así está también muy buena.
Héctor y su padre se miraban y pensaban al unísono si merecería la pena meter a
la madre en una residencia o en un centro de día por lo menos. Un domingo por
la mañana Paquita dijo que se iba a comprar churros y no la encontraron hasta
el martes. Se había ido a la estación de autobuses y la encontró Scotland Yard
en Gibraltar. –Es que quería ver el Peñón, uuuuuh que pila de guiris hay allí
–decía. Vino de su aventura demasiado locuaz y se pasó el día hablando
entusiasmada, con los ojos como platos y riendo. Paco, el marido, le dio un
tranquimazín 20, pero no se calló hasta la mañana siguiente.
Héctor
trabaja en una frutería y mientras le piden tres puerros y un kilo de
kiwis se queda absorto con la mirada
perdida pensando en su madre y en por qué le quema las comidas. Qué cosas más
raras joder, piensa. –Chico qué te pasa le dice una mujer con gafas de culo de
vaso. –Nada señora cosas mías ¿qué quería?.
La madre de Héctor cada vez que le han preguntado por qué quema las
lentejas, las paellas o los garbanzos siempre contesta que son unos
desagradecidos y termina la frase
“.....con lo buena que está” y se pone a llorar. La madre es la única
que está en casa porque los demás trabajan, Hector en la frutería, su hermana
en una peluquería y su padre es celador de un ambulatorio y a veces también
viene tocado de la cabeza por culpa del trabajo. –Hoy ha venido una mujer y
como no tenía número, para colarse en la consulta ha fingido un desmayo y se ha
abierto la cabeza en la caída. La mujer
se ha liado a guantazos con las enfermeras y con los médicos ha habido que
llamar a la guardia civil. El padre de Héctor también narra su vida con los
ojos muy abiertos y mirando a un punto fijo de la pared. El olor a quemado es
penetrante. La campana extractora de humos de la cocina suena horas y horas con
un zumbido al que se han acostumbrado los que viven en esa casa. Paquita trae para cenar una bandeja de
berenjenas fritas y Héctor la mira con los ojos entornados y pensando como piensa
un asesino de madres pero se levanta a por el bote del bicarbonato. Su madre
está ahora preguntándole la hora a la vecina por el ojo patio.
José
Miguel Casado ©
Este tiene un puntito de amargura, de nostalgia quizá, algo de resignación. ?. Como si se te hubiera quemado, vamos.
ResponderEliminar