Ceferino Rasante tiene un puesto
de cupones, en la esquina de la plaza. Tiene 25,2 dioptrías en el ojo izquierdo
y 27,4 en el ojo derecho. Y subiendo. Si
se pusiera lentillas serían de culo de botella y no podría ni parpadear. Detrás
de sus gafas se ven dos ojillos azules aburridos en una cara de pan, con un bigote
setentero trasnochado. Tiene rostro de estar hecho polvo de la cabeza. Como si
se hubiese pasado toda su juventud dándole al LSD, pero no es el caso. Ceferino
es un hombre de costumbres aseadas y limpias y va hecho un marqués empapado en varón
Dandy. Siempre viste pantalones chinos o de vestir con su raya impecable y perfecta
como hecha por una plancha con tiralíneas. Camisa de manga larga remangada hasta
el antebrazo y desabrochada como un legionario, en invierno y en verano. Es
alarmante verlo en enero enseñando la pelambrera del pecho y el cordón de oro
con la medalla de la Virgen
del Carmen bajo una triste y fría camisa, con cinco o seis grados tiesos de
intemperie. Sin chaqueta ni nada. De lunes a domingo va hecho un San Luis,
gracias a Enriqueta su madre, que aunque ya está muy mayor, le plancha esas
camisas de rayas y esos pantalones a juego. Enriqueta fue maestra de la
promoción del 61. Es una mujer menuda, enérgica y hacendosa que se preocupa mucho
por su hijo para que vaya por la calle hecho un brazo de mar. Viuda desde muy
joven, tuvo que criar a su único hijo sola. Le afectaba mucho que los niños se
rieran de él en el colegio debido al ligero retraso mental que sufre. Ceferino
no tuvo una infancia fácil pero a base de trabajo duro, su madre está
razonablemente orgullosa de él. Nunca fue muy espabilado para casi nada. Sus
pocas lecturas fueron novelas del Coyoye y del oeste de Marcial Lafuente Estefanía.
El solo hecho de oirlo hablar ya pone en alerta al interlocutor más lince
porque a duras penas se le entiende el buenos días o este cupón no está
premiado. Con sus amigos es muy cachondo y no se le entiende nada cuando habla
con ellos porque rie socarronamente y habla a la vez. Lo que dice crece
progresivamente en velocidad y en decibelios y las palabras se precipitan a mucha
velocidad como si se despeñaran por un precipicio. Conversaciones de mujeres y
de fútbol pero parcas en palabras decentemente enlazadas. Soltero de cincuenta
años, aficionado a las putas pero que guarda las formas con su novia homónima
en estilo, en dioptrías y en luces. Una mujer con más cara de catequista madura
que de novia. Por su rictus no se sabe si está llorando o está riendo. No, yo
es que soy asi, dice.
Los cupones que vende Ceferino,
huelen a cigarro More sabor café con un ligero toque de aliento a Soberano y a manos
de dedos amarillos manchados de nicotina y empapados en varón Dandy. Tiene
siempre un pequeño transistor que le hacen las mañanas más llevaderas dentro de
la garita. Ceferino tiene cara de inocente. Cuando tiene el cigarro en la boca
y está solo, tararea un soniquete que solo él entiende, que está entre mi jaca galopa
y corta el viento y Santa Lucía de Miguel Ríos. A veces tararea la canción de
la muerte tenia un precio y se le saltan las lágrimas ensimismado mirando al
horizonte. Ahí es donde se ve cabalgando al atardecer por una pradera
interminable de Oklahoma. Esporádicamente el soniquete sigue con gente con la
que está hablando pero que cuando no le interesa la conversación, desvía un
poco la mirada y desconecta para comenzar la cancioncilla de marras. Lo miran
como diciendo (WTF?), ¿de dónde diablos viene ese ruido?. Es algo parecido a la
radiación de fondo Penzias-Wilson en astronomía. Un ruido de fondo. La gente
oye algo parecido a niiiii-niiiiii-niiiiiiiiiininiiiii, pero muy bajito y se
preguntan ¿pero este tío está bien?. Eso cuando lo descubren, porque entre el
bigotillo, los dientes mordiendo el cigarro y las gafas de culo de vaso es un
artista del tarareo indetectable, porque despista a la gente con su cara.. Un
tarareo inmisericorde que corta en seco cuando pasa alguna señora jamona y otra
vez pone cara de estar cabalgando por alguna pradera de Oklahoma.
José Miguel
Casado ©