sábado, 24 de septiembre de 2011

R.E.M.

Malas noticias. REM se separan tras treinta y un años de carrera. El final del camino. Tuve que leer la noticia dos veces porque no me lo creí a la primera. La banda de Michael Stipe dice adiós así de buenas a primeras. Nos han pillado a todos sin afeitar y despeinados. REM se van con todo ese equipaje de buena música y de buen rollo que han tenido siempre. Con todo lo que nos han regalado no podemos, no solo estar agradecidos sino preguntarles ¿por qué?. Stipe ha dicho que “la habilidad para asistir a una fiesta consiste en saber cuando retirarse”. Viendo como otros artistas se arrastran por los escenarios con la cara y el cuerpo llenos de costuras de operaciones estéticas la verdad es que se merecen todos mis respetos. Hasta aquí hemos llegado. Parece que de mutuo acuerdo, sin malos rollos, nada de peleas ni darse de guitarrazos por la espalda. Han agradecido a los fans de corazón su entrega en esos treinta años de vida. Eso les honra. La historia de la música está de luto. Una de las mejores bandas de rock se va. Nunca fueron pretenciosos, ni se les subió el éxito a la cabeza ni se les fue la olla como a otros. Siempre han sabido estar a las duras y a las maduras en el lugar que les corresponde y con los pies en el suelo. Cuando alguien que quieres mucho se va para siempre, al principio no te lo crees, pero cuando pasa el tiempo, en el corazón aparece ese vacío insondable. Ese espacio-tiempo, es la estructura, el esqueleto de ese vacio que está ahí para quedarse y que alguien puede llenar otra vez. O no. Quince álbumes en treinta años. No está mal la media. Acostumbrados a artistas que como Miguel Ríos y sin quitarle ni un ápice de mérito, lleva ya la friolera de cuarenta mil quinientos veintisiete, (40.527), conciertos de despedida. Que se dice pronto. Michael Stipe, Mike Mills y Peter Buck han hecho temblar de emoción, llorar, reir, a millones de seguidores en todo el mundo. Y otros tantos millones que se han quedado con las ganas de verlos todavía en directo. Solo “Losing my Religion” vale una carrera, o “Everybody hurts”, o “Man on the Moon”, o “Crush with eyeliner”, o tantas y tantas poesías hechas música que sin esa mezcla perfecta de talentos que desde 1980, han estado en el sitio adecuado, en el momento justo y sin que los egos choquen. Respeto es la palabra. Por eso han sido únicos. Por eso han hecho historia y por eso se han parado como un tren cuando llega al tope del final de la via. Porque no hay más via, ni más camino. Porque han tocado techo. Porque por encima del cielo no hay nada. Solo vacío.


José Miguel Casado García ©

 

lunes, 19 de septiembre de 2011

Clases medias

     Miserias humanas de ayer y de hoy, presenta…Así más o menos sería el encabezamiento de la dosis mediática política que nos zampamos cada media hora por tierra, mar y aire. Tenemos una clase dominante que visto lo visto, los cuadros de Goya se pueden quedar como un tebeo de la familia Cebolleta. Los dos hombres enterrados hasta las rodillas dándose garrotazos. ¿Serían de clase media?. La clase dominante es lo que es. A la clase dirigente le embriaga de tal manera el poder, que pierden el oremus en cuanto ven un micrófono y se tiran en picado, como un kamikaze japonés en Pearl Harbour, para decir soplapolleces y cosas cercanas a la pena de guillotina. Los antiguos griegos los llamaban “Aristoi” traducido como “los mejores”. Si levantaran la cabeza los antiguos griegos y vieran los aristoi que tenemos en España. Inciso: mientras los antiguos griegos no vean la clase dominante que tienen hoy en día en Grecia, mejor. Resulta que el gobierno aprueba una ley de patrimonio en la que los que tengan más de setecientos mil euros deben tributar más a hacienda. A raíz de esto la tele es un festival de desatinos y cuadraturas de círculo variadas en formas y tamaños. El presidente de los empresarios madrileños Arturo Fernandez, es un señor que dice que esa ley es una faena a las clases medias, que un trabajador como él que lleva toda la vida en el tajo puede tener ahorrados esos setecientos mil euros y tiene que pagar un impuesto a todas luces injusto. Palabras textuales. Los ojos se me salen de las órbitas y de las gafas. Las rodillas me tiemblan como una vieja tahúr de 85 años pillada haciendo trampas en una timba ilegal. Hace falta tener la cara como el cemento armado para, además de los euros, apropiarse del término clase media como una rémora a un tiburón y decir que una vez más las clases medias somos las que pagamos la crisis. ¿Clase media es tener setecientos mil euros ahorrados además de una cuenta corriente para los gastos del la compra?. La presidenta de Castilla-León dice que una vez más las clases medias “somos” las que pagamos la crisis. Lo de “somos” lo dice ganando más de cuarenta millones de las antiguas pesetas al año. ¿Se puede tener de nuevo la cara más dura que el Cristo de Corcovado igual que en el caso anterior?. Por lo menos Emilio Botín, presidente del Banco de Santander, ha dicho un lacónico “no me gusta” al ser preguntado por esta ley. No se ha metido en jardines. El apropiamiento indebido del término “clase media” por parte de los poderosos es algo escandaloso. Es un robo en toda regla. Es un robo que alguien con más de setecientos mil euros de patrimonio se considere dentro de la clase media. Punto. Va a resultar que ese término es más extenso que el “término municipal” de Groenlandia y como hay mucho espacio, pues cabemos todos. ¿Saben los ricos el trabajo que cuesta pasar de clase baja a clase media? ¿Saben que desgraciadamente todavía hay clases y que siempre las habrá? Parece que no. Al contrario de lo que crean hay diferencias entre una y otra. La ley de patrimonio es una ley que servirá para recaudar más de mil millones de euros que a lo mejor sirven para subvencionar empresas para que den empleo, para comprar libros o para hacer escuelas. Menudo despliegue de demagogia esta ley ¿no?. Lo malo es que lo van a recaudar las autonomías. Es decir la que quiera lo hará y la que no quiera pues no lo hará. No entiendo nada. No quiero soltar la presa sin apuntar el caso del director del aeropuerto de Castellón. El pobre hombre gana más de ochenta mil euros al año (más que el presidente del Gobierno). Hasta aquí todo hasta cierto punto normal. Con la única salvedad de que es director de un aeropuerto en el que no aterriza ni despega ningún avión. Una obra que los Aristoi de Castellón (como el inefable Fabra) se empeñaron en dejar para la posteridad como guinda a una gestión brillante, con un gasto de muchos millones de euros, lo que pasa que no tiene aviones y a lo mejor es inviable. Pero este hombre sigue con sus ochenta mil euros al año dirigiendo un aeropuerto sin aviones y sin salir, según el ránking de los ricos, del modesto club de la clase media española. Ahora tenemos a huevo ver lo que ganan las Leires Pajines, los Rajoys (por cierto gana más que Zapatero), las Cospedales y los Bonos, entre otras hierbas, con la acertada medida de hacer público el patrimonio de diputados y senadores. Lástima que no tengamos claro lo que ganan algunos consejeros delegados, que tienen un extraño don para atraer hacia sí a las grandes empresas y que tienen varios cargos a la vez. Véase Aznar, etc. En fin, que el apropiamiento indebido del término “clase media” por parte de los ricos es un robo de cartera y con la dichosa crisis a la verdadera clase media trabajadora de toda la vida, es a la que nos están poniendo el ojete como la bandera de Japón.



                                                                                                            José Miguel Casado García ©






sábado, 17 de septiembre de 2011

Paul Prinkle y el caos

     Paul Prinkle trabajaba en una aseguradora en la planta veintidos de la torre norte del World Trade Center. El once de septiembre del 2001 el despertador sonó a las mismas 7 en punto de todas las mañanas. En su cabeza saltó el piloto automático de todos los dias y se duchó y se preparó el café y tostadas. Era su olor favorito. El olor del café por la mañana y el de su novia Claudia. Paul no disfruta con su trabajo como agente de seguros porque no le gusta pero está ahorrando para casarse con Claudia. Vive en Brooklyn en un apartamento alquilado, tiene pocos amigos y coge el metro para ir a su trabajo. La línea 1 del metro pasa justo bajo la torre en la que trabaja. Va a Central Park a la pista del lago Reservoir tres veces por semana a hacer footing y a oxigenarse. En el parque se sienta en el césped cuando acaba de correr y se llena los pulmones del aire verde con olor a tierra mojada, a hierba y a árboles tan escaso en las ciudades. Nueva York tiene esa vacuna contra la mierda en el aire que respiran sus habitantes que se llama Central Park. Cuando está boca arriba tumbado en la hierba su cerebro es un campo diáfano de pensamientos diferentes e infinitos como las gotas que salen de un pulverizador de agua y que al final se traducen en comederos de coco sobre su propia vida. Mira las nubes y piensa para qué trabaja, hacia dónde va y un millón de preguntas metafísicas que siempre le asaltan con el bajón del descanso tras una sesión de footing. Una caricia de aire le trae un olor a barbacoa cercana. Carne churrascada, piensa. Joder qué hambre, cuando hace ejercicio se pasa el día entero con hambre aunque coma. Cuando corre cae en una especie de nirvana. Una vez que coge el ritmo solo se concentra en correr. El hombre desaparece y se diluye en respiración y piernas, respiración y piernas y así hasta el infinito. Tumbado en el césped cierra los ojos y ve a Claudia, ve la ciudad desde la azotea del Empire State, ve la ciudad como la ve desde su trabajo en la planta veintidós de una de las torres gemelas. Paul es de Nueva Jersey más tranquila (no mucho más) que Nueva York, pero la aseguradora para la que trabaja lo destinó allí. Una brizna de hierba le da en la cara y lo despierta de sus pensamientos. Hace un poco de viento y ve las nubes cercanas. Ve una muchacha corriendo en pantalón corto –vaya piernas y vaya pulmones- piensa. La chica se para junto al lago para hacer estiramientos. En un banco hay un hombre mirando los patos del lago y otro hombre más alejado, con vestimenta color verde oliva y mochila, apunta algo en un cuaderno y observa las aves con prismáticos. Central Park está lleno de ornitólogos. Paul gira la cabeza de repente. A unos metros de él hay un vagabundo que habla solo en voz alta sentado en un banco. A lo lejos ve la silueta del castillo Belvedere el mismo que aparecía en Barrio Sésamo cada vez que salía el conde Draco. Recuerda su infancia como una isla lejana llena de niebla. Borrosa. Una vieja acuarela.

     La sensación de hambre no le deja en paz. Paul toma la salida este del parque y en la quinta avenida se toma un perrito caliente y una cerveza fría. Su vida es un poco caótica y le da igual venir de correr y estar vestido de atleta olímpico. Si le apetece algo se lo toma. Joder así nunca podré correr otra vez la maratón de Nueva York. Paul se quedó en el puesto trescientos y pico en la maratón del 99 y quiere volver a intentarlo pero no sabe cuando. Por lo menos la terminé –piensa. Mientras come, le viene a la cabeza su madre que es la persona a la que más quiere en el mundo después de su novia Claudia. Su madre era enfermera en el hospital St. Vincent. Va a verla una vez por semana. Vive en un pequeño apartamento en Queens. Todavia puede valerse por si misma. Paul se dice todos los días que ojalá dure muchos años. En el parque huele a otoño aunque todavía falte más de un mes. Adora el olor a tierra húmeda y a hierba. Y los colores ocres del otoño. Y la luz del otoño. Pero todavía faltaban muchos días para que hiciera frío y para el cambio de estación.

     El día del atentado al World Trade Center, Paul Prinkle estaba en la máquina del café, en la planta veintidós. Era un día caluroso. Cuando se estrelló el primer avión la torre se tambaleó y tembló bajo sus pies. Y todo el mundo se puso a correr escaleras abajo. Era la torre norte. Una ola de aire y escombros lo transportó como un papel en el aire sobre el pavimento. No podía respirar. Y un olor a carne quemada, ceniza y polvo lo cubría todo. Recuerda que corría y corría. Todo se volvió gris. Estaba dentro de un infierno gris. Dentro de una fotografía en blanco y negro de la que no podía salir. Paul fue rescatado entre los escombros y fue trasladado al hospital St. Vincent en el que estuvo tres meses. Acaba de despertar en la cama de su madre el mismo dia 11 de septiembre del 2011 después de un coma de diez años. Mientras, su madre y su novia Claudia lloran y se abrazan en la habitación contigua transformadas en dos ancianas estropeadas por el sufrimiento y por el paso del tiempo. Tienen arrugas que antes no tenían y la cabeza llena de canas. En el cerebro de Paul sigue ese olor a barbacoa que olió en Central Park hace diez años, recuerda un olor a ceniza lejano y la imagen de la chica haciendo footing. Y el culo de la chica. Le viene, como cuando viene la arcada amarga del vómito, la imagen de una televisión que ha estado apagada durante diez años y que no sabe nada de lo que ha pasado.



José Miguel Casado García ©

http://youtu.be/tijW_SrCoxs