sábado, 17 de septiembre de 2011

Paul Prinkle y el caos

     Paul Prinkle trabajaba en una aseguradora en la planta veintidos de la torre norte del World Trade Center. El once de septiembre del 2001 el despertador sonó a las mismas 7 en punto de todas las mañanas. En su cabeza saltó el piloto automático de todos los dias y se duchó y se preparó el café y tostadas. Era su olor favorito. El olor del café por la mañana y el de su novia Claudia. Paul no disfruta con su trabajo como agente de seguros porque no le gusta pero está ahorrando para casarse con Claudia. Vive en Brooklyn en un apartamento alquilado, tiene pocos amigos y coge el metro para ir a su trabajo. La línea 1 del metro pasa justo bajo la torre en la que trabaja. Va a Central Park a la pista del lago Reservoir tres veces por semana a hacer footing y a oxigenarse. En el parque se sienta en el césped cuando acaba de correr y se llena los pulmones del aire verde con olor a tierra mojada, a hierba y a árboles tan escaso en las ciudades. Nueva York tiene esa vacuna contra la mierda en el aire que respiran sus habitantes que se llama Central Park. Cuando está boca arriba tumbado en la hierba su cerebro es un campo diáfano de pensamientos diferentes e infinitos como las gotas que salen de un pulverizador de agua y que al final se traducen en comederos de coco sobre su propia vida. Mira las nubes y piensa para qué trabaja, hacia dónde va y un millón de preguntas metafísicas que siempre le asaltan con el bajón del descanso tras una sesión de footing. Una caricia de aire le trae un olor a barbacoa cercana. Carne churrascada, piensa. Joder qué hambre, cuando hace ejercicio se pasa el día entero con hambre aunque coma. Cuando corre cae en una especie de nirvana. Una vez que coge el ritmo solo se concentra en correr. El hombre desaparece y se diluye en respiración y piernas, respiración y piernas y así hasta el infinito. Tumbado en el césped cierra los ojos y ve a Claudia, ve la ciudad desde la azotea del Empire State, ve la ciudad como la ve desde su trabajo en la planta veintidós de una de las torres gemelas. Paul es de Nueva Jersey más tranquila (no mucho más) que Nueva York, pero la aseguradora para la que trabaja lo destinó allí. Una brizna de hierba le da en la cara y lo despierta de sus pensamientos. Hace un poco de viento y ve las nubes cercanas. Ve una muchacha corriendo en pantalón corto –vaya piernas y vaya pulmones- piensa. La chica se para junto al lago para hacer estiramientos. En un banco hay un hombre mirando los patos del lago y otro hombre más alejado, con vestimenta color verde oliva y mochila, apunta algo en un cuaderno y observa las aves con prismáticos. Central Park está lleno de ornitólogos. Paul gira la cabeza de repente. A unos metros de él hay un vagabundo que habla solo en voz alta sentado en un banco. A lo lejos ve la silueta del castillo Belvedere el mismo que aparecía en Barrio Sésamo cada vez que salía el conde Draco. Recuerda su infancia como una isla lejana llena de niebla. Borrosa. Una vieja acuarela.

     La sensación de hambre no le deja en paz. Paul toma la salida este del parque y en la quinta avenida se toma un perrito caliente y una cerveza fría. Su vida es un poco caótica y le da igual venir de correr y estar vestido de atleta olímpico. Si le apetece algo se lo toma. Joder así nunca podré correr otra vez la maratón de Nueva York. Paul se quedó en el puesto trescientos y pico en la maratón del 99 y quiere volver a intentarlo pero no sabe cuando. Por lo menos la terminé –piensa. Mientras come, le viene a la cabeza su madre que es la persona a la que más quiere en el mundo después de su novia Claudia. Su madre era enfermera en el hospital St. Vincent. Va a verla una vez por semana. Vive en un pequeño apartamento en Queens. Todavia puede valerse por si misma. Paul se dice todos los días que ojalá dure muchos años. En el parque huele a otoño aunque todavía falte más de un mes. Adora el olor a tierra húmeda y a hierba. Y los colores ocres del otoño. Y la luz del otoño. Pero todavía faltaban muchos días para que hiciera frío y para el cambio de estación.

     El día del atentado al World Trade Center, Paul Prinkle estaba en la máquina del café, en la planta veintidós. Era un día caluroso. Cuando se estrelló el primer avión la torre se tambaleó y tembló bajo sus pies. Y todo el mundo se puso a correr escaleras abajo. Era la torre norte. Una ola de aire y escombros lo transportó como un papel en el aire sobre el pavimento. No podía respirar. Y un olor a carne quemada, ceniza y polvo lo cubría todo. Recuerda que corría y corría. Todo se volvió gris. Estaba dentro de un infierno gris. Dentro de una fotografía en blanco y negro de la que no podía salir. Paul fue rescatado entre los escombros y fue trasladado al hospital St. Vincent en el que estuvo tres meses. Acaba de despertar en la cama de su madre el mismo dia 11 de septiembre del 2011 después de un coma de diez años. Mientras, su madre y su novia Claudia lloran y se abrazan en la habitación contigua transformadas en dos ancianas estropeadas por el sufrimiento y por el paso del tiempo. Tienen arrugas que antes no tenían y la cabeza llena de canas. En el cerebro de Paul sigue ese olor a barbacoa que olió en Central Park hace diez años, recuerda un olor a ceniza lejano y la imagen de la chica haciendo footing. Y el culo de la chica. Le viene, como cuando viene la arcada amarga del vómito, la imagen de una televisión que ha estado apagada durante diez años y que no sabe nada de lo que ha pasado.



José Miguel Casado García ©

http://youtu.be/tijW_SrCoxs

2 comentarios:

  1. Realmente bien documentado y mejor redactado. De lo mejor. Me agrada ver que tu camino es hacia delante. Parece que cada vez te asemejas menos a ese que tu y yo sabemos. Lánzalo por la jarcia de sotavento, voto a tal...

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  2. gracias gus por estar ahi y por seguirme, hay que descontaminarse de ciertas lecturas que siendo buenas se te pueden pegar como una lapa
    y hay que filtrar un poco
    un abrazo

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