miércoles, 16 de enero de 2013

Ultramarinos


 
       Las legumbres se dividían pulcras y ordenadas como para pasar revista, en grandes canastos de esparto y cestos de mimbre. Garbanzos marciales, lentejas férreas y responsables y habichuelas desvencijadas. Los bacalaos colgaban del techo secos como la mojama, chacinas ilustres y algún que otro jamón. Quesos como ruedas macizas y morcillas recién hechas de la matanza, salchichones y longanizas. En un aparador había tres bandejas grandes y redondas como tres soles repletos de arenques en aceite y un espejo milagroso encima que multiplicaba lo que veías como si fueran panes y peces. Algún tonel de vino y botellas de vidrio repletas de leche. De las de traeme el casco. Anís y coñac y mantecados en Navidad. Casi todas las dueñas de ultramarinos se llamaban María. Tenía los ojos pequeños sobre grandes ojeras en una cara blanquecina de poco sol. Sobre un jersey de lana gris tenía un mandil gastado de tela de cuadritos verdes. Siempre un lápiz afilado a cuchillo en la oreja derecha y unas manos que sumaban más rápido que el rayo sobre un mostrador de madera tan vieja y sabia como las vigas del techo. El peso Mobba de esos con pesas de un sistema métrico casi olvidado y exacto que lo mismo pesaba kilos de tiempo que kilos de guisantes. Fideos a granel, patatas a granel, días a granel. Sacos de alubias y habas secas para las madres y  tigretones y bucaneros  para los niños. Y los cromos de los danones de la abeja Maya y de don Quijote. La primera vez que supe de las pizzas, cuando María le dijo a mi madre: Llévate esto que es como una torta y le pones lo que quieras y la metes en el horno. La primera pizza de la historia que entró en mi casa acabó un poco accidentada. La segunda salió mejor. Y los primeros espaghettis que ví. Olor a granero, a sal, a aceite y a cosas en conserva. Tomillo, romero y pimentón el Avión. Un niño de puntillas para ver si detrás del mostrador había mar y chocolate o ambas cosas. Siempre luz sepia de pocos watios derramada como líquida hasta el último rincón. Un cuarto kilo de café y medio de galletas también María. La cortina de tubitos de colores era la frontera. Dividía el mundo real de un mundo de olores metidos en papel de estraza y suelo ajedrezado salpicado de granos de maíz. También había un gato despistado con la mirada fija en el niño con gafas y pantalones de pana con rodilleras de escay.

                                                                                                                                                                                              José Miguel Casado ©
 

 

2 comentarios:

  1. lentejas férreas y responsables... definitivamente, este estilo es el que mejor te sienta...

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  2. gracias Gus si es que me miras con mu buenos ojos

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