sábado, 18 de febrero de 2012

Los jubilados

       Son las nueve de la mañana y el supermercado abre a las nueve y media. Ya hay gente esperando para entrar y coger los primeros números de la panadería, de la frutería, etc. Tres grados bajo cero en una mañana soleada de febrero. Tensa espera y ansiedad. La edad de las personas que hay esperando supera los 65 años. No falla. Todos con su pijama bajo el pantalón. Más de una cadera se ha roto con las carreras sobre el suelo encerado hacia los números. En el suelo ya están pidiendo entre gritos de dolor una indemnización. Pasado el momento crítico de la apertura, dos jubilados hablan frente a la frutería. Los dos tienen una mano ocupada con bolsas de la compra y esperan que les toque la vez en la frutería. No se veían desde hace un mes en el baile del hogar del pensionista. –Gabriel cómo estás hombre no te veo desde el baile. Pepe hace gestos con la mano que le queda libre de bolsas. No veas como pegué cebolleta. –Tú lo que eres es un degenerao, le responde Gabriel. Oye ¿has pagado lo del viaje a Fuengirola?. Sí, pero voy a ir porque vamos pocos que si no, no voy. A mí no me verás con el Imserso porque va mucha gente y siempre hay que estar levantándose a las siete y cuarto para las visitar una capital en la que no estás y unos monumentos que están en el quinto pino. Que si ahora pa Toledo que si ahora pa Cuenca y siempre está el listillo que da el peñazo porque sabe lo que pasó allí o porque la mitad están meando y la otra mitad están comprando roscos y hay que esperarlos a todos. A Pepe se le infla la vena del cuello y para de hablar para coger aire. –Y yo así no voy a ningún lado porque no estoy para esos trotes. Yo mis viajecicos con poca gente y mis bailecicos y a arrimar cebolleta. Pepe es soltero desde que nació. Ya tiene 66 años y es jubilado de Telefónica. Un tio con pasta. En el hogar del pensionista le dicen “el chico de oro” pero él no lo sabe porque allí son muy discretos y sólo se dedican al dominó, al rentoy, al tute y al vino. Una guarida de espías, vamos. Todo amenizado con el soniquete de Manolo Escobar, Antonio Molina o la tele con el fútbol. Gabriel es un hombre de setenta años y mecánico jubilado. Es el encargado de echar la primitiva. Algunas veces se queda con algún dinerillo antes de repartir cuando toca algo, pero ya no se fía porque Pepe anda últimamente muy espabilado y sabiondo y está a la que salta. Gabriel es afiliado a un partido político y su mujer a otro partido diferente. Por eso cuando viene muy serio por el hogar del pensionista, es que ha discutido con la Puri. ¿Qué te pasa Gabriel?, nada que la Puri me ha fundido los plomos. La Puri ha llevado siempre una vida recta e impoluta y no ha faltado ni un domingo a misa desde que estaba en la sección femenina cuando era una muchacha de provecho. En cambio su marido Gabriel lleva toda la vida bregando en una multinacional trabajando de mecánico y es un rojazo y un ateo. Pepe sigue hablando de sus viajes a Fuengirola y de cuando estuvo en Benidorm viendo alemanas y a la ignífuga María Jesús y su acordeón. No veas qué tía. No se quema ni envejece. Pepe vive con su madre que tiene 96 años y está como una rosa, como él dice. Aunque viene una chica colombiana de treinta y tantos años a cuidarla y a la que Pepe no deja de imaginarla sin ropa. Pepe es un viejo verde. Manolo el “muelleguita” es el camarero del hogar del pensionista. Es un hombre ojeroso, taciturno, de sonrisa pirata porque le faltan unos cuantos dientes y tiene la boca como un escaparate de bastones. Es un hombre de movimientos lentos por eso es el camarero de los pensionistas. Ninguno es que sea muy rápido de movimientos que digamos y lo de “muelleguita” se lo puso algún gracioso de los que lo ven todos los días. A Manolo le pierde el tabaco y como es un fumador empedernido de Ducados, sale a fumar fuera cada quince minutos sin perder de vista la barra porque hay muchas manos largas entre los tahúres del Mississippi. Si no sale a fumar se le nota nervioso y cada vez más lento de movimientos como si se le acabase la batería poco a poco. Su amor por el tabaco le llevó una vez a cogerle prestados a su nieto un par de cigarros a escondidas. Lo malo es que estaban aliñados con una rara hierba jamaicana. Ese día Manolo ponía los vinos y las tapas con una extraña sonrisa y decía que era Charlie. El de los Ángeles de Charlie.

                                             José Miguel Casado ©

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