viernes, 3 de febrero de 2012

Sábado bizarro

             El café caliente es un bálsamo reparador y bendito que como una necesidad fisiológica te alivia y te reconcilia con un mal día. Pongamos que ese día es sábado. Una mañana de sábado medio laborable. Los sábados me ponen nervioso porque no me entero si son laborables. Son incómodos hasta las tres de la tarde más o menos. ¿Si el jefe me dice que vaya el sábado a trabajar, voy? Ni idea. Sabat. Los judíos sí que lo tienen claro. No mueven ni un músculo innecesariamente los sábados. ¿Irán al baño o esperan hasta el domingo?. Para mí el sábado, es un día limbo. Otro sorbo de café. Recomiendo mi cafetera. Es una Ufesa, que aunque vieja, es la mejor que conozco. Mucho mejor que esas pijadas de cápsulas de George Clooney, que hasta Dios quiere una. Cojones con los caprichos y los caprichosos. No tendrá nada mejor que hacer a su edad. Café en cápsulas. Si nuestros abuelos levantaran la cabeza cuando hacían el café en un puchero. Dentro había café o lo que fuese y fuera esperaba sobre la mesa de la cocina, ese jarro de lata resistente a los golpes y a la historia que junto a los sellos de las cartas, era un icono del siglo XX. Saboreo el café mientras pienso que la ayuda de Windows nunca me lleva a la solución del problema. La mañana de enero es demasiado luminosa para mí. Ni a través de la ventana. Cuanto más sol hace, más me molestan los ojos. No puedo soportar la luz estridente en mis retinas ni de fiestas ni de soles. El sol de invierno entra por los cristales como un río de luz que parte la habitación en dos. –Buenos días. El señor Murphy (el de la ley) me da los buenos días. En mi casa es plantilla fija. Cuando no está conmigo, está con el resto de la familia. No falla. Es un tipo consecuente con su trabajo. Murphy es un hombre de unos sesenta años. Delgadez asceta, casi mística. Gafas de hipermétrope, calvicie consumada y traje oscuro impecable con corbata y zapatos cordobán de negro impoluto. Me comunican que tengo que poner una lavadora y largarme de paseo con los críos. Murphy dice que nada es tan fácil como parece y que la conclusión que saque siempre será. equivocada. Yo le recuerdo aquel verano que estuvimos en Nerja en el que si en el conjunto de los océanos del planeta Tierra hay una sola mierda flotando, te la encuentras en la playa de Nerja o donde te estés bañando ese verano. También me recuerda que sólo él sabe por qué colocan el prospecto de las medicinas por donde abres la caja. Y aquella vez en el otoño del 93 cuando una herramienta (sea la que sea) cayó por donde más daño hacía. Murphy también me cuenta lo de los cables que se pueden conectar de dos o más formas diferentes, la primera que pruebes es la que causará más daños. Mientras miro el cesto de la ropa sucia pienso si cabrá todo de una vez en la lavadora. Murphy me susurra al oído que meta toda la ropa junta y que en una playa nudista todos suelen estar mejor dotados que yo. A Murphy le gusta dar consejos. No puedes seguir una conversación normal con él sin que te suelte alguno de sus consejos o de sus leyes. Le contesto que algo peor que eso es que haya ropa azul, roja, negra, verde, amarilla, rosa, blanca y no saber si se puede meter toda junta o por separado. B/N o color. –Pues eso que la metas toda junta. Luego suele salir con tonos rojizos. Timbre. Abro todavía en pantuflas. Veo a tres hombres enanos regordetes trajeados como presentadores de telediario y peinados con la raya del pelo en el mismo lado de la cabeza. Me miran. Pienso en si es una cámara oculta o si son los mini Blues Brothers, los de Lego fan club o si son empleados de Willy Wonka. Me da risa cuando los veo escanearme de arriba abajo como tres máquinas sincronizadas. Les pregunto cortésmente qué desean y me dicen sus nombres. –Somos el señor Moody, y los señores Standard y Poors y queremos ver a ese capu… Queremos ver al señor Murphy. –Sabemos que vive aquí. Mi teléfono móvil suena en el bolsillo del pijama. Es Murphy. –No les diga nada distráigalos como sea. Le llamaré de nuevo más tarde. Empiezo a hablar nervioso. –Así que ustedes –les digo a los tres hombrecillos- son los artífices de ese emporio de las agencias de calificación ¿eh?. Me miran como a quien le cuentan un mal chiste. Joder. Están tan bien sincronizados que parecen tres juguetes teledirigidos. Tres pequeñas chimeneas de vaho en una mañana helada de enero -¿Dónde está Murphy? Tenemos que verlo. –No está. Hoy no ha venido. Los tres zapatos derechos de los hombrecillos se mueven como si su dedo gordo quisiera escapar por la impaciencia. -¿Saben ustedes que la ley de Murphy prevalece sobre cualquier otra ley?. –Lo sabemos. Por eso estamos aquí. A partir de aquí, la voz de los enanos se torna oscura y amenazante. –Dígale que como no salga lo convertiremos en basura. O peor aún, dice el señor Poors. En bono griego. Sabe usted de sobra que basta con que nosotros digamos algo y se cumpla al instante. ¿Y sabe usted por qué se cumple? Los tres susurran ahora con los ojos muy abiertos y empinándose al hablar. –Porque nos tienen miedo y lo peor de todo. Porque nos creen. Pero ese cabrón de Murphy no nos teme y su influencia es demasiado grande. Las sienes empezaban a palpitarme y la cabeza me iba a estallar. Cuando desperté estaba en mi cama con una resaca 5XL del viernes anterior. Recordé que estuvimos en una cena con antiguos compañeros de colegio y la cosa se alargó. Había un vaso con algo efervescente en la mesita de noche. Mi mujer y los niños se habían ido de compras. No había nadie en casa. Sonreí y eché de menos a los tres hombrecillos trajeados. A Murphy lo ví poco después. Él nunca tiene resaca.


                                     José Miguel Casado ©

5 comentarios:

  1. Murphy se ha pasado por aquí y me dice que no deje de animarte a escribir historias como esta. Grande, Casado.

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    1. jose miguel casado3 de febrero de 2012, 17:37

      Gracias maestro por vuestra valiosa opinión.

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  2. Lo que no se es como aguantaste cuando te dijeron quienes eran y no les pegaste una patada en los huevos. Por cierto te he leido unos cuantos y ganas con el sarcasmo. Me encanta. Javier Franco

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