jueves, 29 de marzo de 2012

Curso del 68

     A don Juan le gustaba escribir en la pizarra cuadros sinópticos llenos de llaves, paréntesis y corchetes con letra cursiva muy bonita y renglones rectos como su alma. La verdad es que tenía una habilidad especial para escribir con  tiza los renglones rectos y perfectos sobre la superficie lisa de la pizarra. Don Juan era profesor de matemáticas además de sacerdote. En un colegio de curas de la España franquista, no era extraño que un cura fuera profesor de matemáticas, de gramática o de ciencias naturales contradiciendo al mismísimo Darwin, por supuesto y poniendo a Adán y Eva en el lugar del Homo Hábilis y del Homo Sapiens. La espada flamígera y todo eso. Cuando alguien llegaba tarde o hablaba en clase don Juan llamaba al reo a su presencia y le atizaba un sablazo que al sonar, el resto de la clase pegaba un respingo. La pena capital se aplicaba con una regla de madera, en las palmas de las manos. Como el acusado apartara la mano se le daba doble ración. Una en la palma y la otra en el dorso de la mano. El peor sitio para el reglazo era en las corvas o en el trasero. Donde empieza la raja de la hucha. Justo ahí nacía una reacción interna, un mecanismo físico que como un incendio en un día de viento activaba un dolor que arrasaba  desde el trasero hasta la garganta. Insoportable para un mindundi de nueve años. Aunque los castigos tenían más modalidades como una de rodillas con los brazos en cruz sujetando varios libros, otra de rodillas de cara a la pared o lanzar directamente a la cabeza un borrador, unas llaves o lo primero que pillara a mano el cura de marras ya fuera don Juan, don Pedro o la Santísima Trinidad, que todos eran iguales. La foto de Franco y el crucifijo eran los testigos mudos de esas clases inefables de gramática, de matemáticas o de geografía. Esos mapas ocres con Castilla la Vieja y Castilla la Nueva llenos de ríos y cordilleras que eran otro caballo de batalla junto con la lista de los reyes godos y las tablas de multiplicar que había que recitar cantando como los niños de san Ildefonso. Don Jaime era el profesor de catecismo y el encargado de decir las misas los domingos. Era un hombre de treinta y tantos años de metro noventa con gafas de pasta negras y ensotanado. Impresionaba pero era el más tratable de las fieras pardas con sotana que había en el colegio San Cosme y San Damián. A don Jaime era el único de los curas al que los alumnos le cogieron cariño porque tenía algo que los otros curas no tenían. Sentido del humor, piedad y juventud. Los otros eran unos carcas y unas bestias inmisericordes. Don Jaime sorprendió un buen día a todos los niños del colegio con una merienda de chocolate y churros para todos.  Lo más sorprendente no fue eso sino lo que precedió a la merienda. Un concurso de monaguillos catadores de vino. Esos monaguillos con las caras redondas y metidos en situación tan profesionales todos con su alba blanca. Había que distinguir entre vino puro, vino dulce y vino con agua. En una pizarra se iban poniendo los resultados. Tras dos horas de cata ganó Pedrito Galín, un niño de diez años pelirrojo y con el flequillo por las cejas. La verdad es que algún monaguillo perdió el oremus ese día, como Julito Perez que le dijo a don Jaime que un día vió una aparición. La aparición dijo que era su vecina en pelotas tendiendo la ropa en el patio. Julito se quedó sin merienda, obviamente. Pero la merienda fue un pandemónium. Esa fiesta de monaguillos perjudicados por el vino, riendo y hablando más de la cuenta sobre manteles blancos y que Velázquez olvidó pintar como pintó a sus borrachos. Demasiado estruendo en el patio del colegio. Era verano. Demasiados niños a la vez pasados de vueltas. Menos mal que don Jaime supo controlar la situación con la compañía de la guardia pretoriana: don Luís el cura de ciencias naturales, don Juan el cura matemático y don Enrique el director. Don Enrique tenía la característica peculiar de que era un cura de más de cien kilos con cara de verraco pero con una voz demasiado aguda para su aparencia y que cuando mandaba silencio, el silencio se volvía jolgorio. Para finalizar hubo una entrega de trofeos para el primero, el segundo y el tercer monaguillo catador. El pódium lo formaban Pedrito Galín primero, Javier Tolosa segundo y Marquitos Mitch, que era medio alemán, tercero.

                                                        José Miguel Casado ©

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